domingo, 29 de julio de 2012

-- El negrazo de las Olimpiadas.

     Confesaré sin resentimientos que he notado ciertas miradas impertinentes en los ojos de mi santa esposa, durante las recientes retransmisiones  de las Olimpiadas Británicas.
    
     Ojos los suyos, que han saltado sin discreción de un extremo al otro de la salita de casa: de la pantalla del televisor a mí y de mí a la pantalla del televisor.


     A este lado, un tipo con gafas repanchigado en su asiento, que bebe cerveza y come chope y fuma ducados y eructa y tose y no necesita estirar el brazo hasta la mesa porque botellín, plato y cenicero -y un bollo- le caben con holgura en la superficie combosa de la barriga.


     Al otro lado, en la pantalla, un negrazo mostrenco enmarañado de venas que se dispone a saltar o ha saltado ya, yo que sé, ancho y arrogante como una tanqueta del ejército, sudoroso como un pestiño, que bebe caldos isotónicos y a cada trasiego del gaznate le brotan músculos hasta en el puente de la nariz.


     Éste último, es el atleta en Inglaterra, Estadio Olímpico de Londón.


     El otro soy yo en casita, Sofá Anatómico del Salón.


     Y saltando del uno al otro, como digo, los ojos evaluadores de mi santa esposa. Ojos algo así como calculadores, estimativos... Un poco disparados de las cuencas, como ojos de caracoles.


     No soy un tipo celoso. No soy un tipo envidioso. ¿Envidia de qué? Todos le hemos escuchado a más de una folclórica lo mucho que engaña la pantalla de la televisión. Lo mucho que deforma los cuerpos una cámara... Como todo el mundo intuye, la piel negra y sudorosa es espejeante y esto causa cierto efecto óptico  de apreciación en la retina, propiciando sombras y juegos de luces y alguna que otra protuberancia mastodóntica que llama a engaños...


     O sea, que el negrazo ese, en verdad, extraído de la pantalla y extrapolado al barrio, no se me extrañen nada que no tenga ni media torta. Puede, inclusive, que se lleve encima dos collejas si pretende colarse en el autobús. Sentencio incluso -es un poner- que aunque el negro tenga la catadura orangutanada que aparenta en la pantalla, mi esposa, mi sabia esposa, no le quepan la menor duda, no quiere ni querría un negrazo como el de la tele para ella. Palabra.


     Llévenla a la tesitura de tener que darla a elegir entre el saco ese de hormonas simiescas y yo, y me verán sonreír con suficiencia y seguridad: ella me elige a mí. A mí. Como lo oyen. Me elige a mí. Al negro, no. A mí. No pasa nada.


     ¿Dónde mete ella a un negrazo así, de todas maneras, en un piso de setenta metros y con un cuarto de baño? Me elige a mí, por descontado, con mi muelle barriga y sin tanto esternocleidomastoideo  asomando por debajo de las orejas. Se queda conmigo, la conozco. La quiero. Lo sé.


     Y no me enfado ni motivos tengo para encelarme, porque sé que si sus ojos se han vuelto algo estrábicos estos días, prendidos y prendados de las espaldas y los pectorales de cavernícolas chimpancescos que se cuelgan de unas anillas o saltan por encima de un palo, es simplemente para reconvenirme por la de veces que forcé yo mis dioptrías ante la misma pantalla con los ombliguillos pendulares de alguna modelo, las respingoteces furtivas de alguna que otra anunciante de sales de baño, las combosidades pasmosas de una azafata de concurso veraniego o el rebulleo efervescente de los pechos de una cantante, mientras ella a mi vera callaba y consentía.


     Ha sido la bofetá sin mano de mi santa esposa, aplicada con puntualidad, certera, merecidamente en mis hocicos, cuando ha debido estimar que ya era dada la hora de ganármela. Y que el negrazo olímpico de la tele -algo, en verdad, más convincente que el niño de los martini- era el idóneo para propinármela.
      
 
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viernes, 27 de julio de 2012

-- Vuelta de Vacaciones.

     Uno vuelve de las vacaciones un poco atontado, no es demérito reconocerlo, amigo. Uno se siente fardo ambulante, al que un día sueltan a orillas del mar y a las dos semanas traen de vuelta y arrojan en cualquier rincón de la casa.
     Uno, amigo, sólo piensa en las vacaciones cuando aún no las ha cogido o cuando termina de saborearlas. Y no me quejo, no creas que me quejo. Pero las vacaciones se me antojan como ese polvo espontáneo que se echa en la trasera de un coche o en el portal de la casa de una amiga, fogoso y sin atemperar, accidental, vigoroso y austero, que termina siempre con un beso en labios helados, un pañuelo de papel pringocheado en la mano que dice adios y la bragueta del pantalón a medio subir, antes de salir pitando.
     Hacer lo hiciste, vaya si lo hiciste, pero hasta la mañana o la noche siguiente no empezarás a recordar los detalles. Y casi siempre, amigo, te haces un solo de mandolina recordando los detalles.
     Así que ahora, amigo, vuelves a la ciudad con  la bragueta a medias subida, te fumas un cigarrillo en la terraza y se te queda cara de tonto observando el bloque de pisos de enfrente, preguntándote qué estúpido tramoyista ha venido a escamotearte el mar, a  desalarte  la brisa o a diluir sin contemplaciones la impresión apacible de que los relojes no llevan manillas.
     Somos, amigo, demasiado tolerantes con nuestros espejismos.
     Somos, compañero, un poco como gatos caseros, de esos que se pasan las horas persiguiendo y dando zarpazos a cualquier bichejo que se anteponga en su camino. Disfrutan como posesos acosando y aturdiendo a su indócil juguete; y cuando se cansan, asestan la uñada mortal que acaba de sopetón con sus juegos... Y sabes lo que hacen después, ¿no? Tú no has tenido gatos. Pues después se quedan mirando al bichejo, fijamente, ladeando la cabeza a un lado, preguntándose, con toda seguridad, por qué el bicho tonto no quiere ya jugar.
     Somos, amigo, demasiado intolerantes con la felicidad.
     Pero no me quejo, ya te confieso que no me quejo. Observo, simplemente, el bloque de pisos que hay enfrente de mi terraza, empalmo un cigarrillo con otro y pienso que, a fin de cuentas, el tramoyista que tanta maña y destreza se ha dado en trocar un escenario por otro, no ha hecho sino cumplir con su trabajo, como está mandado: y que su nombre quizás es Tiempo.
     Conque ladeo a un lado la cabeza -sí, sí, como el gato- y me pregunto por qué las olas han dejado de moverse y no quieren ya jugar conmigo... mientras me miro las uñas y me las chupo.
     Somos, compañero, demasiado descuidados con nuestros juguetes.
     Y esta entrada, como no podía ser menos, es un nuevo solo de mandolina, aprovechando que la bragueta andaba a medio subir.
    

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domingo, 22 de julio de 2012

-- Libertad con recargas.

     Permítanme saludar al mundo entero desde este diminuto ojo de buey. Permítanme sonreír y alzar mi mano y gritar al mundo mi Felicidad, porque hoy, al fin, tras años de silencio y obscuridad, soy libre. ¡Soy Libre!
     Es decir, que ya tengo mi nuevo telefonillo móvil, con GPS, con Whasa de la buena, con mil leches a cual más oportuna. Es una sensación que sólo pueden reconocer quienes ya tienen semejante prodigio en el bolsillo. Es la conciencia recuperada, así, de sopetón, de que todavía soy útil. De que, en determinados momentos del día o de la noche, puedo llegar a ser indispensable para quién sabe nadie. Es la noción certera de que un trozo de sociedad cuenta conmigo, de que existo, de que ocupo un espacio y soy parte importante de una onda invisible que une a la Humanidad...
     Ahora, ignoro el Silencio.
     Ahora, me chungueo de la Soledad.
     Ahora puedo hablar mientras camino, puedo hablar mientras almuerzo, puedo hablar acostado en la cama, mientras me frío unas croquetas o panchamente sentado en la taza del wáter. Eso era. Eso era, pues... Bienvenida seas, Libertad.
     Bienvenida. Tras de tanta sangre derramada, tras de tanto panfleto y tanto mitin, tras tanto poli que corre porra en ristre y tanto puño nervudo alzado al viento, ¡bienvenida seas, al fin!
     ¿Quién pudo pensar que tuvieras un precio tan asequible?
     ¿Cuándo pudo nadie nunca soñar -el letrista de Jarcha, por ejemplo- que sin ira pero con unos euros se te recargaba y durabas más de 48 horas seguidas?
     Bienvenida seas, mi niña, Libertad; ¿ahora, quién te cantará?
     Mi Libertad entonces, a día de hoy, se recarga a mi vera cada noche, sobre la mesilla. Parpadea insomne mientras vela por mí. Yo duermo, y ella toma a sorbos fuerzas nuevas del enchufe de la pared, qué cosas, las vueltas que da la vida. Y antes de que suene el despertador, mire usted, la fanfarria de mi telefonillo me trae al mundo y me recuerda, ya, tan tempranito, que soy Libre, me lo recuerda a cada instante, me afeite, me lave la cara, orine o desayune.
     Los cónsules y emperadores romanos, llevaban un pelmazo al lado que les recordaba constantemente que eran simples mortales. De idéntica manera, llevo yo mi Smarth Phone conmigo, para que me recuerde una vez y otra que soy libre. Y lo llevo a mi vera, así, enfundadito a la cintura, como los colts de los westerns; camino más erguido, como se entenderá, y balanceo los hombros y separo los brazos del cuerpo y aúpo el mentón: me como la calle, vamos. Me como el mundo, en definitiva, señores, y cuando suena el tararí en mitad de una avenida o en mitad de donde me coja, desenfundo en cuatro segundos y -sin apuntar apenas- disparo al viento mi animosa verborrea: soy Libre, es lo que vengo a decir, soy un hombre libre, a quien quiera escucharme, la mar de práctico, la mar de funcional, cantidubi de imprescindible, como puede verse, ¿qué? ¿Pasa algo? ¿Qué miran?
     Temblad, tiranos y dictadores del mundo entero, porque también un día vuestras naciones tendrán cobertura. Sin duda, la tendrán.

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jueves, 19 de julio de 2012

-- El día de los Bestias.

     Volvemos a las andadas, compañero, con esto de los mayas y el nuevo fin del Mundo. Que no sé yo ya, te lo juro, si como anda la cosa nos asusta o nos alivia que el mundo acabe una mañana de éstas, de camino, pongo por ejemplo, al banco o a la siguiente manifestación que se tercie.
     Tú recordarás que hace años ya nos endiñaron un vaticinio de éstos, creo que de la mano -o por mejor decir, de la lectura- de ciertas líneas de Nostradamus.
     Recuerdo que hubo un eclipse un ocho de agosto.
     Pues bien, unos quince días antes, fíjate, el Presidente de la Comunidad del bloque donde entonces vivía, convocó un pleno extraordinario. Reunió a todos los vecinos en la planta baja y propuso el suicidio colectivo de las cuarenta y cuatro familias que habitábamos el edificio.
     Se hizo un silencio así, compañero...
     ¿Hay que poner más dinero?, fué lo primero que preguntó Angelita la del principal derecha, que a trancas y barrancas si tiraba con la pensión de viudedad.
-- ¡Hay que matarse sencillamente, Angelita! -aclaró nuestro presidente- ¡Matarse antes de que una ola gigantesca se chupe el bloque, o un cruento terremoto se lo trague o un meteorito sideral le meta un balonazo en los cimientos! ¡Hay que matarse! Que es lo que hacen muchos chinos, muchos japoneses y muchos norteamericanos iluminados en estos casos.
     De cuarenta y cuatro vecinos que éramos, cuarenta y cuatro bocas que se quedaron mudas, como entenderás, con lo que el presidente aprovechó para ajustarse las gafas bifocales, extraer de su carpeta un libraco del Círculo de Lectores y, abriéndolo con grande pompa, pasar a hablarnos de Nostradamus, médico francés del siglo XVI, la mar de sabio, dijo, la mar de serio y la mar de saborío, admitió, mas con talento sobrado para adivinar, a  más de 400 almanaques de distancia, lo que en breves días nos iba a deparar el destino: ¡eclipse, muerte y destrucción!
     Nos habló nuestro iluminado presidente, sin dar un respiro, del Apocalipsis Bíblico, de la llegada de la Bestia -no pudimos muchos evitar aquí mirar a Lola, la mujer del camionero del quinto- y del Juicio Final. Y al acabar la enumeración de catástrofes a todas luces insalvables, concluyó con un suspiro hondísimo en lo ya dicho: que sólo el suicidio colectivo podía librarnos de olerle el aliento al Maligno e ir a morir en una obscura grieta de la tierra...
-- Y los del bloque de al lado, ¿qué? Porque ellos pagan doce euros menos de comunidad, creo...
     Nuestro presidente se volvió a Angelita la del principal y le explicó que la Bestia no dejaría un bloque en pie, ni una barriada, ni una capital.
     Nostradamus advirtió destrucción y de aquí no se salva ni el gato, dijo; hay que joderse, Angelita.
-- ¿Y si ese señor anduviera equivocado? -se pellizcó un lóbulo don Alfredo, el del cuarto.
     Nuestro presidente sonrió con suficiencia:
-- Si Nostradamus atina con los eclipses, sensato es pensar que atine con hecatombes. ¿No es justo otorgarle al hombre ese pequeño margen de confianza?
     Conque para el día once a las once, quedó fijado el suicidio colectivo de las cuarenta y cuatro familias del bloque.
-- Fíjense que saltaremos ordenadamente desde la planta once -añadió nuestro presidente, sacando a relucir una calculadora-. ¿Lo ven? Once plantas más cuarenta y cuatro pisos, da cincuenta y cinco. Y cincuenta y cinco más uno, da cincuenta y seis. Y diez dedos de las manos, sesenta y seis. Por diez de los pies, 660. Más seis, que es el pico de la última factura de la Luz... ¡666! ¡El número de la Bestia!
     Y ni Angelita la del principal, tuvo alma para decir ni pío.
     Conque se suicidaron todos, compañero.
     A mí no me lo permitieron porque, según el Tesorero, tenía pendientes de pago un par de recibos atrasados, nada y menos, no te creas... 66'6 euros mal contados.

    


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martes, 17 de julio de 2012

-- Poema desde la arena.

El Ovillejo, es una forma de composición poética ideada, según creo, por don Miguel de Cervantes. Su rima es la mar de curiosa y original, a mi modesto entender. Encontramos algunos en obras como "La Ilustre fregona" o en el mismo Quijote, en el capítulo XXVII.
A continuación, os ofrezco uno, para que observéis lo resultones que pueden llegar a ser, salvando las distancias.

¿Qué me impide, hoy, concentrarme en el blog?
    Sol.
¿Qué me impide, hoy, en una idea hacer presa?
    Cerveza.
¿Qué me impide hoy, inspirarme cual Berlanga?
    Tanto tanga.
Es decir, que mil ideas se me espantan
desde que en la costa, hoy, veraneo
cuando mirando donde mire sólo veo:
Sol, Cerveza y Tanto tanga.

¿Mas, a pesar de todo, ando vivo?
    Escribo.
¿Boca arriba, boca abajo, de lado?
    Tumbado.
¿Esté donde esté, vaya donde vaya?
    En la playa.
Es decir, que a mi musa nadie la calla
y congratula con creces comprobarlo,
he aquí, pues, que para demostrarlo:
Escribo, Tumbado, En la playa.

Así, ¿quién bloguea, ande al norte o ande al sur?
    Jesús.
Así, ¿quién carga con ordenador, cual asno con su arreo?
    Tadeo.
Así, ¿quién toma papel y con mimo su lápiz afila?
    Sila.
Es decir, éste que cada mañana espabila,
y ni playa ni tangas, ni cerveza ni soles,
le hacen olvidar a sus dignos lectores:
Jesús Tadeo Sila.

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domingo, 15 de julio de 2012

-- Toros y huevos fritos.

     Viviendo un año más la fiesta de los Sanfermines, desde la barrera y a una prudencial distancia (una distancia de unos 1000 kilómetros, porque los veo desde Sevilla, y una barrera que es la mesa del comedor, porque los veo por la televisión), me ha venido a las mientes una anécdota taurina, acaecida a un conocido y entrañable espada del siglo XIX.
    
     Me refiero a Rafael Molina, alias Lagartijo (1841-1900). Cordobés de pura cepa y a quien se atribuye una de las mejores definiciones del toreo:


-- Es mu fási. Usté se pone en el centro de la plasa y cita al toro. ¿Que viene el toro...? Pues se quita usté. ¿Que no se quita usté...? Pues le quita el toro.
     
     Un monstruo, como decimos en la tierra.
    
     Durante la Exposición Universal de París de 1889, paseaba Lagartijo por esa capital en compañía de su hermano. Se les hizo la hora de almorzar y entraron en un restaurante parisino. Tomaron asiento. Se les acercó, solícito, el camarero y Lagartijo le pidió:


-- Jefe, nos pone usté dos huevos frito pa ca uno.


     El camarero se encogió de hombros y dijo:


-- Je ne comprends pas.


     Lagartijo se lo quedó mirando con cara de pocos amigos, se levantó de la mesa, cogió del brazo a su hermano y se marcharon a otro restaurante.


     Restaurante donde volvió a repetirse la misma escena.


-- Camarero, nos va a poné usté un par de huevos frito pa ca uno.


     Y el camarero, servicial, que le responde:


-- Monsieur, je ne comprends pas.


     Lagartijo que se levanta, arroja la servilleta, agarra a su hermano y sale de allí con un cabreo de mil demonios.


-- ¡Valiente estúpido que son  esto franchute, leche!


-- ¿Po qué paza, Rafaél? ¿Qué te han dicho?


     Y Lagartijo, sacudiendo la cabeza como si no pudiera creerlo, le replica:


-- ¿Po no tas enterao lo que han dicho, cojone? ¡Que ninguno ha comprao pan...!


     Todo un carácter.

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jueves, 12 de julio de 2012

-- En ocasiones... escucho canciones.

     Uno vuelve a ver la película de La Momia y se da a pensar, como es natural, en los enigmas y prodigios del viejo Egipto. En la inimaginable construcción de las pirámides, pongo por ejemplo.
     Prosigue uno con mil cavilaciones sobre los intrincados procesos de la momificación, cuando ni siquiera abundaban mucho las clínicas de estética integral ni los rayos láser.
     Salta uno, de repente, a comerse el tarro con la cosa del Tiempo, con la Eternidad y con todos sus muertos (dicho con el mayor respeto). Y llegados a estos vértigos, no es improbable acabar reflexionando -quizás por una conexión inconsciente- en la cantidad de figuras del mundo de la Canción que, famosas hace como 30, 40  ó 50 años, vuelven hoy a grabar discos.
     O sea, las Momias del siglo XXI.
     También ellos, los cantantes de ayer, han hecho rechinar las puertas de sus sarcófagos. Nos han envuelto en su rancia polvareda. Han sacado el gaznate de ultratumba y han decidido complacientemente -sin consultarlo siquiera con el geriatra de guardia de la Seguridad Social- que todavía, ¡leches!, se siguen manteniendo jóvenes. Que las pechás de calcio y yogures desnatados que se meten, les debe bastar para no envejecer. Que ni la próstata, ni las cataratas ni los completos packs de alifafes seniles que arrastran hoy, pintan nada si el alma es joven... Que cantar, lo mismo que escribir o hurgarse en las orejas, debe de ser un arte que más se perfecciona cuanto más viejo es uno...
     Conque señores míos: egiptólogos, antropólogos, público en general: ya los tenemos otra vez de vuelta, entre nosotros.
     Una cosa así como la maldición de la puñetera Momia, pero con muchos menos miramientos y con sonido envolvente. ¡Han vuelto!
     Y en ocasiones... escucho canciones...
     Pululan por la prensa del corazón y juran que vuelven porque el público -usted y yo, la culpa es siempre de los mismos- se lo ha pedido. Toma castaña. Retozan cual espectros incorruptos por las ringleras de compasdís y emespetré del cortinglé. Enormes cartelones amenazan a la población con sus conciertos. Pones la tele y, ¡aihhg!, ya los tienes en el comedor.
     Algunos han vuelto calvos como codos. Los hay mellados como llaves viejas de un viejo buró. Algunos, comiditos de arrugas como pelotitas de papel de celofán. Combosos como cáncamos oxidados.
     Sea como sea, saltan ágilmente al escenario -es un decir-, sonríen con la elegancia de un melón empezado, agarran con precaria familiaridad el micrófono -algunos se preguntan por dónde andará el cable- y se lanzan a cantar...
     Es otro decir. Cantar -que nadie me los deprima- cantan menos que el que se atragantó con la espina del bacalao. O parecido.
     Se mueven pendularmente en el centro del escenario -cuidado con los esguinces-, agitan papada y tupé adelante y atrás, ignorando a qué compás, si al del bombo o al de las arritmias de su propio corazón.
     A veces, palmean. A veces, retozan cuasi parkinsonianamente. A veces, cierran los ojos al compás de la música y entonces -pienso yo, infeliz- entran en trance y se creen más que nunca que eso del Tiempo y su inevitable paso, no va con ellos, que son cosas del Garci y sus películas.
-- Los viejos rockeros, nunca mueren -gustan decir.
-- Pues vaya por Dios -suspira alguien, por ahí detrás, resignado.
     Olvidaron pues, o no lo quieren recordar, lo efímera que es la fama. Que el éxito lleva fecha de caducidad, como los botes de mayonesa o los otros botes, los que pegan los pechos de las modelos cuando enfilan una pasarela al trote jerezano,
     Olvidaron que los sorbitos de gloria que cada cual merece, ya los dieron ellos hace años.
     Que lo nuestro es pasar... Será, pobrecitos, que no terminaron de venirse a las buenas con el anonimato. Será eso. Pero por olvidar, han olvidado conceptos básicos como el ridículo, el patetismo, el quiero y no puedo y la dignidad.
     La dignidad sucinta y suficiente para no venir de ultratumba a querer convencernos, hoy, de que el Tiempo no quiere trato con ellos.
     Y con sonido envolvente y todo, virgen santa.
     Pues una leche de mi parte.
     Desnatada, faltaría más.

(No es mi artículo de hoy, por descontado, generalizable. Pero de las X personas que me leen, sé de sobras quién sabe el que volvió como momia y el que volvió porque hoy, con los años, canta mejor que nunca. Son los menos, pero son.
Quizás, salvo excepciones, puedo llegar a creer que muchos no vuelven... sino que los traemos de vuelta nosotros).
    
    

sábado, 7 de julio de 2012

-- Cuento de terror.

    Yo tenía entonces unos nueve o diez años. Debía de ser invierno, porque andaba la tarde oscurecida y el cielo amagaba tormenta.
    Me encontraba con la espalda apoyada contra la pared, era una calle solitaria y lúgubre por la que no circulaba tráfico alguno. A aquéllas horas, sólo estábamos ellos y yo.
    Ellos y yo... y ellos eran cinco.
    Les miraba y ellos me miraban, con la única diferencia de que yo me podía mover mientras no pretendiera separarme un ápice del muro donde me apoyaba, yo podía dirigir mis ojos a uno u a otro, estudiarlos, intentar entrar en sus mentes... pero ellos no. Ellos no se movían, cual espectros, como zombies, como muertos; inmóviles, detenidos en el tiempo y en el espacio, pero sin apartar sus pupilas del mínimo de mis movimientos. Era consciente de que sus ojos impávidos acechaban cada una de mis reacciones, sin perder detalle de nada. Solamente, aguardando.
    No podía huír. No me lo hubieran permitido ya. Y recuerdo perfectamente que en el silencio espeso de la tarde que se anochecía, oí una vez a lo lejos un trueno que se acercaba, y algo más próxima (¡sólo una calle más atrás) la voz de mi madre que gritaba mi nombre por la ventana, llamándome ya para que subiera a casa.
    De los cinco, las dos chicas estaban más atrasadas, pero no por ello menos amenazantes. Una de ellas con las piernas apenas separadas y un dedo señalándome, como una imagen detenida en la pantalla del televisor. La otra: con una sonrisa maldiciente entre los labios y semejando una estatua de piedra que de un momento a otro fuera a echar a andar, con lo linda que era momentos antes, con lo enamorado que me tenía, con lo bella que era su sonrisa... una sonrisa y una carita que ahora no tenían vida ni transmitían nada que no fuera inquina o desapego. De los chicos, algo más adelantados, era Julián el que probablemente me alcanzaría primero, si le daba oportunidad. Lo intuía en su rabia contenida, en su boca levemente entreabierta y jadeante, en el brillo feraz de sus ojos fijos en los míos.
    Mis amigos, mis cinco amigos, petrificados pero sin permitir por ello que me alejara ni un ápice de la pared. Mis amigos, mis compañeros de estudios y de juegos, conteniendo ahora, bajo las primeras gotas de lluvia que ya nos calaban, las ganas de abalanzarse en tropel hacia mí.
    Volví a escuchar los gritos de mi madre que me llamaba y me dije que tenía que ser ahora o nunca.
    Respiré hondo. Tensé los músculos de mi cuerpo y miré retadoramente a Julián: no lo conseguirás, cabrón, no lo conseguiréis ninguno porque soy más rápido que vosotros.
    Me giré rápidamente, alcé la palma de la mano y golpeé con furia sobre el muro, gritando a viva voz y con rabia:
-- ¡Una, dos y tres, pollito inglés...!
    Y no tuve tiempo a volverme, cuando sentí ya los dedos de Julián engarfiados como garras en mi hombro.

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jueves, 5 de julio de 2012

--La Crisis: o cómo he hundido a España.

    No quise pillarme los dedos, hace mes y medio,  y titulé este blog como: "DE MIL HUMORES".
    En su esencia, intuía que iba a ser un blog prácticamente de humor. Pero en mi esencia, auguraba de sobras que el humor culebrea: no es recto, cambia de rumbos como cambia el aire, y a veces es buen y otras es mal humor. Por eso no quise pillarme los dedos al sopesar su título.
    Hoy no sé si me has puesto de mal humor o si es que me han entrado ganas de reírme al oírte hablar... Y ambas cosas, como se entiende, cuadran bien bajo la sombra de un epígrafe tan versátil como es DE MIL HUMORES.
-- Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades... Hemos vivido a lo grande.
    Eso dices y te quedas tan pancho, escupiendo el hueso de la aceituna a cuatro yardas de distancia.
-- ¿Quién? -me quedo con las ganas de preguntarte, sabiendo de sobras que hoy me toca a mí pagarte la cerveza y mañana me la pagarás tú. Ya ves. Exactamente igual que hace veinte años.
    ¿Quién, quién? ¿Quién, melón amigo mío, ha dilapidado tanto dinero viviendo por encima de sus semejantes o de sus posibilidades, que ya parece que es lo mismo a estas alturas? ¿Tú, quizás...? Bueno, tú sabrás: yo siempre coincido contigo en la misma taberna, nunca pasamos de las dos o de las tres cervezas y nunca te he visto quejarte porque te pongan aceitunas o altramuces en vez de delicias de foie-gras de oca con emulsiones de caviar a la bartola.
    Tampoco te he visto nunca (quizás porque tampoco nadie me ha visto a mí) cenando en el Bully con la mujer y los niños o almorzando unas lentejas licuadas a la pompadour en el  Ferrán Adriá un dominguito al mediodía, después de pasear por el parque de María de Luisa.
    Como siempre te veo por la misma bodega por donde yo suelo parar, lo mismo me equivoco.
    Por mi parte -y es la parte de la historia que mejor conozco-,  empecé a trabajar en un bar a los 16 años. A los 17, y porque se me echaba la mili encima (la mili, esas 823 pesetas mensuales que le robábamos a España a cambio de perder un año de vida dando carreritas con un cetme al hombro); como se me echaba la mili encima, digo, aproveché para estudiar Secretariado hasta los 20. De los 20 a los 21, defendí a mi patria con grande gloria y una ejemplar aptitud "para todos los servicios". A los 21, y licenciado sin honores pero con mis 823 pesetas, me di a trabajar de nuevo en la hostelería: unos diez u once años, de los cuales sólo me tuvieron asegurado cuatro. O eso o nada, Jesús.
    Pues eso, joder.
    De la hostelería y durante un período de dos años, fuí agente del círculo de lectores, pintor de brocha ancha, albañil de torpe espátula y montador de aire acondicionado. E intercalando una cosa con la otra, conseguí un título (estudiando, no los regalan) de Mecánico de Automóviles y otro de Torno, Fresa, Control Numérico y Mecanizado Aeronáutico. Sobre esa época, y con 34 años, empecé a trabajar para una empresa de Aeronáutica, a la vez que me casaba con mi santa esposa (ya embarazada) en una suculenta y rimbombante boda a la que acudieron... dos amigos: los testigos. Y la foto nos la hizo el juez, te lo juro.  Una boda celebrada en una venta del Aljarafe sevillano, en una mesa para cuatro: carne a la brasa y ni el Bully ni Ferrán Adriá por ningún lado. Ni la familia tampoco. No había dinero.
    Del maravilloso mundo de la Aeronáutica (ya entonces se hablaba del Airbus-400, aunque creo poder asegurar que pocos se han estrellado por culpa mía), pasé de nuevo a la Hostelería. Sin embargo, como acababa de tener a una hija preciosa a la que adoro con algo rayano a la locura, hice tales filigranas que durante ocho meses me llevaron a compaginar tres trabajos: de cuatro de la madrugada a nueve, trabajaba con el frutero de mi barrio, haciendo las compras en MercaSevilla y preparando después el jugoso escaparate de la frutería. A las nueve acababa con la frutería y a las doce de la misma mañana, entraba a trabajar en el Real Club de Golf de Sevilla, como personal de mantenimiento de los greens y los tees. Y para redondear la faena, los fines de semana por las noches arrimaba mi hombro a un Catering, recogiendo bodas (mesas, sillas, platos, escenarios, cocina, menage, mantelería) hasta que amanecía... y cuando amanecía, a fregarlo todo, calcula, unos tres mil platos, unas cinco mil copas, unos seis mil cubiertos... Y era domingo y me daba la una de la tarde, lo justo para llegar a casa, besar a mi hija, dormir y... poner el despertador.
    Todavía, a ratos, me daba tiempo a escribir y a quedar finalista en algún concurso de narrativa.
    Cuando hemos salido de casa a cenar una noche fuera, ha sido al Macdonalds o a cualquier bar del barrio.
    Mi actual coche, lo pagué en cinco años y es de segunda mano.
    Cuando hemos ido a veranear, ha sido aquí a Chipiona, a casa de unas tías mías.
    La dos veces que he visitado Madrid, las he pagado en un año con la tarjeta.
    Desde los 16 años hasta los 45 que tengo... mis jefes, esos grandes amigos para toda la vida, no me han tenido asegurado ni quince años entre todos. Cuando las cosas iban bien, yo trabajaba mis ocho o mis catorce horas, mientras ellos viajaban a Cuba, estrenaban coches, cambiaban de casa porque la vista no era buena, se llenaban sus botos de polvo por el camino del Rocío, se bebían la feria de caseta en caseta...
    Ahora todo va mal. Mi jefe tiene que pagar su coche de 45000 euros, quizás tenga el pobre que despedir o asegurar a la chica que le lavaba los calzoncillos para que su mujer disponga de tiempo para ir a la peluquería...  Quizás su mujer, al fin y al cabo, vaya a tener que peinarse sola.
-- Tómate otra cerveza, amigo, que me toca pagar a mí.
    Ahora todo va mal. He vivido por encima de mis posibilidades y debo de cobrar menos y trabajar más, porque cuando todo era bonanza los placeres de mis jefes fueron muchos... te lo juro. Y desde luego, eso debemos pagarlo.
-- Tómate otra, amigo. Y vuelve a decirme que yo solito he tenido un par bien puesto para hundir España.
-- Joder, Jesús, no te pongas así.
    Y miro el reloj porque mañana hay que madrugar:
-- Si no me pongo así, melón. Anda, coge una aceituna. Si es que me da lástima ver cómo tú y yo nos hemos cargado a España...
    Y miro a la puerta de la bodeguita... Sólo por ver si viene el coche oficial a recogernos, amigo.
    Recoja a quien recoja, nos lo van a descontar de las aceitunas y la cerveza. Conque pide otra... que pago yo.

    (Dedicado -pero ya sin rabia- a quien todavía me suelta, cual becerro balando, que la culpa es de todos. Sin rabia. Sin humor. Pero con cierto escozor en el ánimo y mucha lástima. Porque yo no he sido).
   





martes, 3 de julio de 2012

-- La calor en Sevilla.

    ¿Pero se dice el calor o se dice la calor?
    ¿Se dice el mar o debe decirse la mar?
    No es momento para diatribas. El mar, en estas fechas, se apetece, aunque el calor sea insoportable.
    Y también vale: que en Sevilla, ahora, hace la mar de calor, y la calor no deja dormir.
    No es cómodo escribir con una cubitera de hielo en la cabeza, debéis de entenderlo,  pero intentaré sacar este artículo adelante, por muy ridículo que me sienta y por muchos pegotes de chicles  antinicotina que haya pegado en la camarita de la webcan (internet no es seguro y una foto mía con una cubitera en la cabeza puede hacer dudar a muchas admiradoras de mis serias intenciones).
    En Sevilla hace mucha calor, y no sabemos todavía si es por el descosido de la capa de ozono o por culpa (según el Gobierno) de la respiración jadeante de los jubilados de noventa años. El caso es que hace una calor que mata. A los caracoles los mata. En Sevilla somos muy dados a los caracoles. Cuando yo era pequeño, mi madre los compraba en la plaza, los lavaba, los desbababa, los metía en la olla a fuego lento con su saquita de las especias y... ¡gloria bendita!
    Yo hoy, no los lavo. Aprovecho que voy a la playa a las tres de la tarde. Me detengo en el arcén, pongo los dos triangulitos reglamentarios, tiro la bolsa de las especias a la cuneta y a los diez minutos ya recojo con la familia los caracoles en su punto exacto de cocción, en un taperway que llevo para tal menester en el maletero, guisaditos y ahorrando en butano un huevo. Eso es lo que deben llamar, en el Parlamento y en Ucrania, aprovechamiento de las energías alternativas.
    Con el menudo, tanto de tanto.
    ¿El menudo? Lo que gusta el menudo en Sevilla. Otro ahorro considerable, y por doble partida. Lo primero, que lo venden en latas. Lo principal: que si lo compras a las dos menos cinco de la tarde, de camino desde el supermercado a casa ya la lata  llega abollada, rezumando caldito por la tapadera y lista para abrir y servir. Hirviendo y con los dos garbanzos saltando a la comba con el choricito. Es entrañable verlos.
    Eso se llama (ver Wikipedia) aprovechamiento unipolar de las energías renovables. O quizás lo leí en otro lado o lo leí de lado, ni idea.
    La calor, la calor en Sevilla. Hoy, en el cruce de la Campana con calle Sierpes, el termómetro digital marcaba menos cinco grados... y lo han retirado y dado de baja por insolación.
    Total, que cerveza. Cerveza a menos cinco grados (como el termómetro loco), pero cerveza. Que caso hemos de hacer a quienes por su grande intelecto quizo Dios que guiaran e iluminaran nuestra calurosa y vil existencia:
-- Doctor, doctor, las calores...
-- Mucho líquido, mucho líquido, hijo.
    A su sabiduría me atengo, doctor, que cerveza no ha de faltar en mi cuerpo. Líquido es y líquido me pide el alma. Espumosa, agria, fría, acibarada, seductora, exuberante, jugosa y campechana... Líquida es y renovable, autoabastecedora para el organismo, que hoy la traga y mañana la echa, para comenzar de nuevo el ciclo.
-- Ay doctor... La calor que hace en Sevilla...

(Este artículo va dedicado a El Andaluz, un sevillano que anda por Uruguay y no precisamente de veraneo. Tiene un blog lleno de Humor, pero donde entre líneas le podemos leer la nostalgia de esta tierra. Su blog se llama "Construyendo el Mundo". Visitadlo. No tiene desperdicio).
   
   

   

   
   





lunes, 2 de julio de 2012

-- Cuando tenías cuatro años, hija.

    Hoy, cielo, recupero unas notas escritas hace siete años, cuando tú tenías solamente cuatro. Están redactadas en un cuaderno que he encontrado buscando otro cuaderno que no era éste (suele pasar), y las transcribo aquí sin quitar ni poner coma. La fecha es de agosto del 2004.

"Hoy se ha pelado mamá. Tú y yo, mientras, ahí en la plazoleta, la hemos esperado, con las espaldas guardadas por la abuela, por esta abuela inquieta e incolora que, con el bolso de mami en el regazo, a ratos nos mira y a ratos se mira. O mira hacia atrás. O mira ya, con recelos, hacia adelante.
"Te quiero, mi niña.
"Mamá tarda en pelarse y tú y tus catorce amiguitos de la plazuela (cuyos respectivos padres, evidentemente, miran al cielo soslayando el marrón) me zarandeáis y me lleváis hacia allá y me traéis de vueltas acá. Tú le robas la bicicleta a otra nena. Alicia se apodera de tu muñeco. Álvaro te quita tu patinete. Lidia me pellizca un brazo, a rosca. Javier me patea una espinilla. Sufro. Tú te me escapas como una flecha, ahora con la pelota de un niño cabezón al que no conozco de nada; debe de ser nuevo. Alicia quiere agua. Busco a su madre con la mirada. Lidia quiere pipí. La abuela se cambia de banco porque el sol le da en la cara, mamá no aparece, no tengo tabaco, Alicia me tira ahora de los pelos y otro niño -un delincuente en potencia- me da en la cabeza con un balón de reglamento.
"Corro tras de ti, porque te atisbo a lo lejos comiéndote los gusanitos de una nicha rubia que no debe entender aún las sutilezas culinarias de la Ley del Más Fuerte. La niña no es que llore simplemente: la niña berrea como un ovino y la madre, con faz angustiada, me mira con desprecio, sacudiendo la cabeza. Cuando consigues al fin que la niña rubia tenga un acceso cardiorespiratorio motivado por la ansiedad de verte engullir a puñados sus gusanitos, das un salto y media vuelta en el aire, chocas con un naranjo y te diriges con decisión a patear al perro viejo de un viejo hombre que desde entonces, creo, ha decidido dejar de tomar el sol en la plazuela.
"Te quiero, mi cielo, pero tengo que reñirte cuando te veo meter dos dedos en la oreja derecha de Álvaro y otros dos en la izquierda de Alicia. Lucía llega de la mano de su papá y tú, contenta de verla, no digo que no, le asestas dos collejas en la frente que la hacen tambalear y dar de culo en el suelo. El padre de Lucía reanima a su hija, comentando algo entre dientes sobre los padres criminales que sacan a sus hijos psicópatas a la calle con tanta calor. La abuela, que ha vuelto a cambiar de banco, entrabla conversación con el drogadicto soñoliento que se ha encontrado a la vera. El drogata, ni lo dudes, se plantea por primera vez en treinta años lo duro que es vivir. ¿Pero dónde leches está tu madre...?
"¿Dónde estás tú?
"No te veo. No te veo y se me para el pulso. No te veo.. Alicia aquí, Álvaro allí, Lucía allá, la niña rubia sin gusanitos berrea aún, pero no te veo, a ti no te veo.
"De veinte bestezuelas que desgastan y atronan la plazoleta, me falta una: tú. ¿Dónde te has metido? ¿Dónde estás, mi amor? Me desespero y cien imágenes se me pasan por la cabeza. Miro a mi alrededor. Me planto, con los brazos en jarras, en el centro de la plazuela. Giro. Miro. Sudo. Te busco y no te veo.
"Un miedo que ni en sueños existe, me hace tambalear. No te veo. La pelota de reglamento del niño delincuente me vuelve a dar en la cabeza. Ahora no le sonrío. Se la quito y se la embarco en un tercero de una patada. Que llore. Que se joda. Que le compren otra. Yo a ti, no te veo.
"--¡Mateo, Mateo! -le tomo el brazo al buelo de Alicia, que viene caminando con su siempre atenta sonrisilla-. Mateo, que no veo a mi niña.
"Mateo me sonríe -siempre sonríe- y señala a mis espaldas.
"-- Viene ahí con su madre, Jesús -me dice.
"Y os veo de la mano. Mamá, preciosa con el pelo corto. Siempre preciosa tú.
"Y aunque el salvaje pigmeo intente de nuevo volarme la cabeza con su balón de reglamento, yo me siento -en un segundo eterno- el hombre más dichoso de la Tierra.
  Sevilla, agosto de 2004.

(Entiendes ahora, mi linda princesa, por qué me busqué otro trabajo para los sábados por la mañana).

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