Ojos los suyos, que han saltado sin discreción de un extremo al otro de la salita de casa: de la pantalla del televisor a mí y de mí a la pantalla del televisor.
A este lado, un tipo con gafas repanchigado en su asiento, que bebe cerveza y come chope y fuma ducados y eructa y tose y no necesita estirar el brazo hasta la mesa porque botellín, plato y cenicero -y un bollo- le caben con holgura en la superficie combosa de la barriga.
Al otro lado, en la pantalla, un negrazo mostrenco enmarañado de venas que se dispone a saltar o ha saltado ya, yo que sé, ancho y arrogante como una tanqueta del ejército, sudoroso como un pestiño, que bebe caldos isotónicos y a cada trasiego del gaznate le brotan músculos hasta en el puente de la nariz.
Éste último, es el atleta en Inglaterra, Estadio Olímpico de Londón.
El otro soy yo en casita, Sofá Anatómico del Salón.
Y saltando del uno al otro, como digo, los ojos evaluadores de mi santa esposa. Ojos algo así como calculadores, estimativos... Un poco disparados de las cuencas, como ojos de caracoles.
No soy un tipo celoso. No soy un tipo envidioso. ¿Envidia de qué? Todos le hemos escuchado a más de una folclórica lo mucho que engaña la pantalla de la televisión. Lo mucho que deforma los cuerpos una cámara... Como todo el mundo intuye, la piel negra y sudorosa es espejeante y esto causa cierto efecto óptico de apreciación en la retina, propiciando sombras y juegos de luces y alguna que otra protuberancia mastodóntica que llama a engaños...
O sea, que el negrazo ese, en verdad, extraído de la pantalla y extrapolado al barrio, no se me extrañen nada que no tenga ni media torta. Puede, inclusive, que se lleve encima dos collejas si pretende colarse en el autobús. Sentencio incluso -es un poner- que aunque el negro tenga la catadura orangutanada que aparenta en la pantalla, mi esposa, mi sabia esposa, no le quepan la menor duda, no quiere ni querría un negrazo como el de la tele para ella. Palabra.
Llévenla a la tesitura de tener que darla a elegir entre el saco ese de hormonas simiescas y yo, y me verán sonreír con suficiencia y seguridad: ella me elige a mí. A mí. Como lo oyen. Me elige a mí. Al negro, no. A mí. No pasa nada.
¿Dónde mete ella a un negrazo así, de todas maneras, en un piso de setenta metros y con un cuarto de baño? Me elige a mí, por descontado, con mi muelle barriga y sin tanto esternocleidomastoideo asomando por debajo de las orejas. Se queda conmigo, la conozco. La quiero. Lo sé.
Y no me enfado ni motivos tengo para encelarme, porque sé que si sus ojos se han vuelto algo estrábicos estos días, prendidos y prendados de las espaldas y los pectorales de cavernícolas chimpancescos que se cuelgan de unas anillas o saltan por encima de un palo, es simplemente para reconvenirme por la de veces que forcé yo mis dioptrías ante la misma pantalla con los ombliguillos pendulares de alguna modelo, las respingoteces furtivas de alguna que otra anunciante de sales de baño, las combosidades pasmosas de una azafata de concurso veraniego o el rebulleo efervescente de los pechos de una cantante, mientras ella a mi vera callaba y consentía.
Ha sido la bofetá sin mano de mi santa esposa, aplicada con puntualidad, certera, merecidamente en mis hocicos, cuando ha debido estimar que ya era dada la hora de ganármela. Y que el negrazo olímpico de la tele -algo, en verdad, más convincente que el niño de los martini- era el idóneo para propinármela.
-- Toreros y Atletas.
-- Rodríguez: carta de tu esposa.
-- Tabla gimnástica: Método Tadeo'sport.