martes, 20 de noviembre de 2012

-- Ella siempre.

(Para mi amiga Mila, con sincero afecto y con efecto secundario).

     El sabor, la textura o quizás la mera conciencia de tener su negro pezón en mi boca, puso fin a la magia... aunque más tarde, horas más tarde, supe ser capaz de reconocer que fué el hecho de decidir besárselo -y no el beso en sí- lo que lo confundió todo.
    
     Hasta entonces, que ella fuera tomando la iniciativa me pareció estupendo. Que ella fuera la primera en convertir besos en mordiscos, la primera en hacer rasguños de caricias, la primera en recordar que el sexo en el fondo es la más sutil forma de violencia consentida, todo ello me parecía perfecto.
    
     Que ella tomara la iniciativa tan sin preverlo yo, entendedme,  me daba a mí opción a mitigar los pataleos de mi conciencia. A sentirme víctima de una resolución ajena. Era una manera como otra cualquiera de soslayar mi responsabilidad, de estar ahí pero ignorando que existen purgatorios, en la tierra o en el cielo... de manera que si alguna vez pasaba por momentos de carencia -léase Culpa- siempre me encontraría a la mano la pobre pero cumplidísima excusa de pensar que fue ella, mujer alevosa, mujer insatisfecha, la que me incitó. La que destazó los remusgos de mi voluntad quebradiza. Como dicen los críos: fuíste tú quien empezó.
 
     El sexo y la culpa o la culpa y el sexo. O simplemente, la conciencia. Las dos. La que nos sirve de brújula para saber dónde estamos y la conciencia que nos flagela en cuanto volvemos la cara y nos descuidamos.
 
     Y es que siempre llevamos al alcance nuestra botica personal para salirle al paso a las flaquezas del espíritu. Como asmáticos que acarician en el bolsillo el tubito del spray salvador, por si alguna vez es menester la bocanada que nos resucite, así nos echamos a encarar la vida y patear por la experiencia, con nuestra herboristería personal siempre a cuestas, repleta de triquiñuelas para embaucar el recuerdo, de pretextos traídos por los pelos para acallar remordimientos: efugios, refugios y subterfugios para no encarar nunca la verdad o encararla a medias, para dar rodeos a la conciencia y pasar de puntillas ante la puerta de nuestras flaquezas... tanto igual de humildes que de vergonzosas.
 
    Por eso, digo, por eso todo fue bien mientras ella marcaba el ritmo al desenfreno. Mientras era ella la que besaba y yo tan sólo el argumento de sus besos. Ella era la que arrancaba la ropa y yo no más que el perfil accidental de su deseo. Ella era la que hurgaba en mí y la que llevaba de su mano mis dedos a hurgar en ella...  abría sus piernas y era ella la que empellaba, y era yo el que se desmoronaba y dejaba vencer en mitad de su tempestad, cayendo y deshaciéndome sobre la mesa baja del salón de su casa, con mis manos aferradas a sus glúteos prodigiosos y mi lengua fría y tensa donde la suya se enredaba. Mil figuritas y cuadritos volcándose de la mesa y rompiéndose en el suelo. Mi sexo henchido y presto a batallar y herir entre sus muslos, mis ojos cerrados y mi cabeza desmayada... mientras su marido, desde el sofá cercano, asentía, encogía los hombros y aseguraba con convencimiento que así tenía que ser, que los cuernos son cactos que agarran en superficies áridas, que las culpas son churretes de mierda en las comisuras del alma o pegotes de semen rancio en los repliegues del cerebro...
 
     Todo iba estupendamente bien, repito, hasta que los estertores de un orgasmo ofuscador me llevaron a combosidades ignoradas, a doblegar y retortijar e incorporar el cuerpo y, con los dedos engarfiados en su cintura, a alcanzar en la avidez de una bocada un pezón oscuro y tieso entre los dientes, aguzado y oblongo como una bellota.
  
     Ahí se partió el encanto. Ahí fue cuando su marido se dió a carcajear y aplaudir. Ahí fue cuando tomé razón de mi perfidia a la par que la cara de ella se desfiguraba grotescamente, sus ojos desaparecían y aparecían los míos, su cutis se enrugaba y de él brotaba mi barba, sus labios se combaban en una sonrisa agria y despectiva.
 
     Desperté rociado de sudor. Encendí la lamparilla. Mi cama. Mi techo. Mi casa. Y un sueño.
 
     Qué más da que sea un sueño. ¿Qué? La culpa, como las erecciones, ignora las fronteras que deslindan Razón de Ilusión. La culpa no distingue un sueño de un temor ni un deseo de una realidad: aparece cuando se le antoja, surge sin que se la invoque.
   
     Viene, se sienta a tu vera y te sacude el pelo con una manaza, así es la culpa: qué hay de nuevo, qué has hecho ahora, que vienes a contarme, golfo, más que golfo...
 
     Y no le vale que le digas que fue un sueño. Porque es Ella quien te lleva.
 
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jueves, 15 de noviembre de 2012

-- ¡Bang! ¡Bang! Microrrelato.

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Sabía yo que en las tómbolas las armas están trucadas. Pasa en todas las ferias.
Mi mujer y mis hijas me miraban. Conque en vez de apuntar al centro de la frente, apunté a la oreja izquierda.
Entre el retroceso y mi mal pulso, el proyectil debiera clavarse en el centro de su cabeza.
-- ¡Bang!
¡Lo había conseguido! Justo en el centro de la frente. ¡Se derrumbó hacia atrás!
Mi mujer me besó. Mis hijas me besaron. La gente aplaudía...
No me dieron regalo ninguno.
Pero ese feriante de pacotilla, nunca más volvería a engañarnos con sus peluches polvorientos ni sus llaveritos como premios.

Relato (o lo que haya salido) para la propuesta de Tomae (http://tarracoferma.blogspot.com) y de Marina (http://marinahm.blogspot.com), a quienes no tengo el gusto de haber conocido todavía... pero cuya propuesta me ha venido al pelo para no cansarme hoy  escribiendo demasiado.

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sábado, 10 de noviembre de 2012

-- España: cuernos y Arena.


 
 Mira, Tano, no te muevas ni te salgas de las Casitas Bajas, que por aquí por el centro está la cosa la mar de chunga. Ayer se tiró de la terraza una señora, porque la quitaban el piso. Te lo juro, Tano. Que dijo ella que miso  yo: aquí tenéis el piso, pero que lo que es a mí no me sacáis los colores delante mis vecinos... (y le han sacado los higadillos delante el mundo, a la pobre). Y achanta la muí que lagarto tenemos, y no hay que vaciarse ni nanai ni de acais.

También han matao, Tano, a cinco chiquillas como la tuya la mayor, la misma edad, en un garito a lo bestia que se llama ARENA, vamos, que te cruzas los dedos y te los besas en la frente porque arena nadie quiere encima. Pues no pasa nada, Tano. Ni a presignarte te dan tiempo, cojones. Arena le han echado encima a las niñas y verás lo que tardan en echarle arena al ARENA.



Te quitan los pisos, Tano, como quien te quita una barra pan que te merques del Polvillo. Por eso no te vengas para el centro, Tano, que a ustedes vosotros no os echan cojones porque saben que no estáis hechos para monsergas ni leyes de señoritos. Ya me imagino que te veo yo a ti con cuatro municipales delante la puerta y un tío con chaqueta y dos papeles en la mano, diciéndote que te vayas... Joder, Tano, sabré yo que te rejunas los brazos y te los llevas por delante tú a tortas o a pinchazos...  Pero ma meterse con papeles en tu chabola hace falta mucha arena, mucha arena encima tuya. Y olé tus cojones.

Tú no vives, Tano, como nosotros. Tú nunca has tenido más reglas ni más norma que las que has heredado. La ratí es la ratí. Y tú sabes que te conozco bien. De hecho, bajo tu techo he mamao al rendiqué que llevo adentro. 

Y sabes que siempre creí en vosotros y en mí y en los mengues... al menos, mientras no andáramos en la cosa social o la leche burocrática. Pero que creo, coño, en la dignidad de la raza. La raza cuello adentro. La que traga lo que haya que tragar, pero al final escupe asín.

Pues mira, Tano: aquí se traga pero nadie escupe. Achicados y achantados vamos, en procesión, que somos nazarenos de chicoteo.

Pues mira, Tano, cada vez me están convenciendo más -aquí en la capital- de que en el fondo lleváis razón. De que no hay cojones de cortaros la luz, el agua ni quitaros el techo. De que mientras menos papeles lleves encima, menos cuenta te echan. De que me paran a mí con mi seguro, mi cinturón y mi ITV pasada al día y todavía me multan por jeta tonto. Pero que a tí, Tano, que conduces hasta con una pierna fuera  la ventanilla, no hay Cristo que te pare ni te multe. Ni juez que te empapele ni fiscal que te haga números para meterte en chirona.

O sea, que mucha raza pero que sois como los banqueros y como los yernos el rey: que no hay leye ni cojone para ustedes vosotros.

Aquí pagamos el pato los que estamos en medio. Aquí en el centro, pagamos nada más que los centraos. A tu chabola no le mete mano ni la madre que te parió. Y al palacete del otro en Marbella o en Ibiza, menos que menos. Aquí, Tano, pagamos los que estamos en medio. O sease: los tontos que nos ponemos casco, los que renovamos el seguro, los que hacemos la declaración o los que reciclamos vidrios.

Mira, Tano. Al centro, ni te asomes porque te fusilan.

O te quedas en las Casitas Bajas, o te afanas un castillete cerca de Moncloa. O en la costa de Marbella o la de Ibiza.

Pero ni se te ocurra venirte al centro, macho.

Que las leyes, a fin de cuentas, están hecha para todos o mejor decir que andan hechas a medias.

O sea: ni parriba ni pabajo.

Pal centro, Tano. Para los tontos que estamos en el centro de la diana. Que se ve que lo que sobran son dardos.... Y faltan carpinteros para hacer ataúdes.





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