domingo, 11 de mayo de 2014

-- Jaque Mate, amigo.

Yo le miré, él me miró y los dos nos miramos.


De música de fondo, poco. Una madre llamando a un chiquillo, un perro ladrando o la cantinela de una ambulancia lejana. Ojalá la vida, como en las películas del oeste, tuviera música de fondo.


Pero no. Yo le miré y él me miraba. Los dos nos mirábamos.


Me daba lástima acabar con él tan pronto. Porque indudablemente, yo llevaba las de ganar. Pero su juego había sido limpio y hay poca gente ya que juegue limpio. Se ha perdido la decencia. Se ha perdido la caballerosidad. Hoy se mata por la espalda o te dejas matar de frente, que no sé qué es peor. En un caso u otro, hoy no se sabe matar ni se sabe morir.


Baste saber, que yo lo miraba y él me miró.


Y me sonrió con grandes aires de triunfo, mientras levantaba el codo de la mesa y avanzaba el brazo derecho y abría en pinza dos dedos para coger su caballo y decir:


-- Jaque Mate.


Otro que no fuera yo, se hubiera asustado.


Pero yo sonreía. Y tampoco dejaba de mirarle a los ojos. También alcé lentamente el codo de la mesa. También estiré el brazo. También, como él, abrí en pinza dos dedos para coger mi ficha y decirle a la cara:


-- Meto una, cuento diez, te como ésta, cuento veinte y la meto en casa. Perdiste.


Y así, hasta el día de hoy, hemos seguido: jugando a juegos distintos en la misma mesa y en el mismo tablero.


Hay quien lo llama Amistad.



Nosotros, ni él ni yo, acabamos nunca esta partida. Cuando me da Jaque, mi ficha roja saca un seis y vuela. Cuando le mando una para su casa, viene su Reina y cuenta veinte