martes, 24 de septiembre de 2013

-- Viejos tiempos, amigo Raimundo.

Mi viejo amigo Raimundo entró en mi vida a los dieciésis o dicesiete años, creo recordar. Yo era entonces un chaval acnésico y empajillado, que leía mucho y soñaba que un día sería un gran escritor.

Yo era golfo por naturaleza, por descontado. Pero por contra era tímido, tímido, tímido. De hecho, no compartía ni mis golferías con nadie.

Raimundo entró en mi clase (Formación Profesional) por deformación del destino. En dos meses, me cambió. Nadie cambia a nadie en tan poco tiempo y Raimundo me dió la vuelta de los tobillos a la cabeza.

Entre otras perlas, me dió a leer a Nietzche, a Hermann Hesse, a Erich Fromm. Y entre perla y perla, me enganchó con los ducados, me enseñó a mirar de frente a una mujer o a golpear en la frente a un gachó.

Raimundo era belga. Hablaba francés. Guardaba sus hechuras en un largo abrigo como de marinero descolocado. Lucía barba tirando a pelirroja y ojillos claros e irónicos que acojonaban a compañeros o profesores. Ojillos sonrientes. Ojillos rientes. Ojillos que no te daban opción a elegir: o te recitaba un poema o te partía la cara y medio espinazo. Y tenías que joderte.

Mas mañana, tan amigos como siempre.

Hoy que me lo encuentro por facebook, me alegra un hartón saludarlo. Quisiera tomarme dos copas con él y recordar tantos disparos, al aire o al centro de la diana...

Pero Raimundo está en Haití.

Y como no coincidimos como antes (siempre fuera de clases y paseando por mi Sevilla), aprovecho esta ocasión para recordarlo y recordarle los buenos ratos que juntos pasamos.

Que te sigo recordando, viejo belga... Y que no cayeron en saco roto tus enseñanzas.

Raimundo. Mi amigo Raimundo: y todavía, con Marsella a la vista, ¿o no?

Ha sido un placer volver a encontrarte. Te lo dice un Jesús que te conocía... que es hoy un Jesús a quien ya no podrías reconocer tú.

Un abrazo, machote.

Mon petit, cher grand ami... ¿se decía así?

jueves, 19 de septiembre de 2013

-- Tonto me siento.

Quizás lo que estamos es acojonados. Me explico, me explico.

Noto a mi alrededor a la gente ciertamente colgada... Atontada, agilipollada, enajenada, insegura en fin. Noto a la gente rebuscando recetas de la abuela. Noto a la gente pretendiendo salvar al planeta a base de reciclar (como si la naturaleza fuera tonta, oye...) Noto a la gente más preocupada de Marte que de su puta casa. Noto a la gente buscando líderes donde no hay sino embaucabobos: léase lo que quiera leerse y que se sienta señalado quien señalado se sienta.

Yo noto a la gente tonta. Yo noto a la gente en un pleno revivir la Edad Media o la Edad Jurásica: falta de dioses, falta de líderes, falta de todo. Yo noto a la gente ciertamente colgada.

No se bebe. No se fuma. No se corre por las calles. No se juega en la playa. No se folla.

Nadie sabe exactamente por qué... Por eso noto a la gente ciertamente agilipollada. Atontada. Acojonada. Asustada.

Si el ser humano tuviera (¡jajá!) la capacidad de cargarse el mundo, sería precisamente ahora. Pero no por listo, sino por gilipollas. Noto a la gente idiotizada.

Y facebook es el baremo donde lo mido. Tantos mensajes para compartir. Tanta frase bonita de escritores bonitos a quien nunca se ha leído. Tantos cursos, tantas conferencias, tanta charla de quien ni siquiera sabe unir dos vocales con un poquito de tino.

Yo noto a la gente tonta. Hablar por hablar (que casi siempre es copiar), responder por responder, colgar frases que ni siquiera se sabe de quién vienen, dar al me gusta, querer guiar, querer aconsejar, comenta, comparte...

Yo noto a la gente tonta.

Dinosaurios conectados desde que se levantan, antes incluso de desayunar, ducharse y hacerse dos buenas macocas... Talmente como si les dieras un trozo de tiza y les hicieras pintar bisontes en una pared (o en un muro).

Noto a la gente tonta...

Me siento tonto... entre tanto dinosaurio. Y por respeto, por reciclar y por tanta mamandurria, la primera piedra me pensaré a quién tirarla.

Si no me la tiro a mí.

jueves, 12 de septiembre de 2013

-- Beethoven y yo.

Cuentan las anécdotas -no sé ni me importa que sea cierto o no-, que Beethoven tocaba el piano dando la espalda al público...

 Nada del otro mundo, si no fuera porque Beethoven era tenaz además de sordo. Quiero decir, que tanto la sordera como la tenacidad le llevaron a veces a girarse cara al respetable y observar con estupor -quizás con encanto- que el público hacía horas que se había marchado a su casa... mientras él tocaba y tocaba, aporreaba su teclado ajeno a todo.

A veces debiéramos hacer lo mismo.

 Por desgracia -para quien me trata con cierta asiduidad- yo suelo hacerlo. Cuando algo me apasiona o me emociona, siento -sinónimo de percepción pero no de sentimiento- que estoy dando la espalda a mucha gente. No puedo evitarlo. Me basta una canción, una musiquilla, un relato, un libro, una mirada, un recuerdo, un buen culo, un beso o una gota de agua en las gafas para enajenarme y soltarme de la mano, como un crío travieso o soñador, e irme lejos y perderme.

No es grato... Al menos, para quienes te rodean o quien te acompaña. Pero es inevitable. No necesito un móvil para mirarte a los ojos, escucharte, rozarte y -sin embargo- no estar a tu lado.

Y no tengo la excusa de ser ni sordo ni tenaz. Solamente soñador.