Recuerdo aquélla noche del 14 de abril como si fuera ayer, como si sólo hubieran pasado setenta y cinco o setenta y seis años. Era una noche gélida y estrellada. Yo me encontraba en la cubierta cinco, apostado en el ojo de buey de mi camarote, pescando arenques con una caña rudimentaria que me había fabricado con una barra de la cortina y unas medias usadas de mi esposa. El capitán irrumpió de pronto en mis aposentos. Era un viejete amable y sonrosado, antiguo compañero mío, que había trabajado pocos meses antes de barquero en el Parque del Retiro de Madrid, pero al que su provechosa experiencia aparcando barcas en el muelle con ayuda de una pértiga le había llevado a gobernar el que creíamos era, sin duda, el transatlántico más seguro del mundo. Irrumpió súbitamente en mi camarote, como digo, y antes incluso de que lograra pronunciar palabra ya me percaté de que estaba sensiblemente nervioso, porque tenía la pipa metida en la boca al revés y le era complicado vocalizar con un mínimo de claridad.
-- ¡Gezú! -balbució-, queo que le hemo dado a aggo con el bacco, le hemo dao a aggo, Gezú. ¡Con el bacco!
-- Bueno, tranquilo -le sonreí, echando otro arenque (ya iban doce) en el neceser de mi esposa-. Deja un papelito con las señas y que se las arregle el seguro.
-- ¡Nooo! -bramó él entonces, dándose cuenta con extrañeza de que tenía la pipa puesta al revés- ¡Le he metido a un iceberg asín de grande, Jesús! ¡Asín!
¡Un iceberg...! Ya sabéis lo que es eso, como uno de esos carámbanos de hielo que nos cuelgan en el congelador de casa cuando no descongelamos el frigorífico cada seis meses. "¡He jodido el barco, Jesús! ¡He jodido el barco!" Intenté tranquilizarlo, mientras cerraba la cremallera del neceser y volvía a colocar la barra de la cortina en su sitio: "No será para tanto, amigo. Sube los brazos y respira hondo expulsando el aire por la nariz, a la vez que dices Omm".
En ese momento, el barco se escoró a babor y la barra de la cortina se desprendió de sus soportes, dándole a mi esposa en la frente, despertándola y sacándola con un bote de la cama. Se oyeron gritos y lamentos lejanos, el pitido de una olla exprés y el pitido de la sirena del buque, que atronó la noche. Salimos al pasillo. La multitud corría alocada de un lado para otro, unos vestidos con sólo el pijama, otros con bolitas de espuma de afeitar en las orejas o las axilas, algunos otros, los que habían acudido a la fiesta de disfraces de la cubierta seis, ataviados con coloridos trajes de arlequines, bailarinas húngaras, gladiadores o momias egipcias. El servicio de mantenimiento se abría paso portando sus cajas azules de herramientas y sus rulos de pintura, los fontaneros avanzaban a empellones, portando sus soldadores con sus bombonas de gas, sus metros plegables prendidos en las orejas, gritando órdenes desesperadas mientras corrían: ¡abrazaderas del 14!, ¡cinta americana!, ¡un bote de masilla!, ¡arandelas del 15!, ¡zapatas cónicas...! Todo era griterío y confusión. En la cubierta exterior, las luces chispeaban, los cables chisporroteaban, y gracias a que era una noche estrellada podíase distinguir con cierta preclariedad el pandemoniun en que andábamos sumidos. Gente que se dejaba llevar por el pánico, esposas que abrazaban a sus maridos, maridos que aprovechaban la confusión para empujar a sus suegras por la borda, niños chapoteando alegres en los charcos que se iban formando por doquier. A lo lejos, en la negra lejanía del mar, se distinguía un barco pesquero que faenaba y a un tipo que nadaba encalomado en un delfín hinchable, pero estaban demasiado lejos, demasiado lejos. Empezaron a arriarse los botes salvavidas, mas de los cincuenta con que contaba el gigantesco transatlántico, la mitad eran solamente dibujos muy realistas hechos para dar empaque a las fachadas del buque; y de la otra mitad, sólo dos traían las intrucciones pero en japonés, en un japonés muy tosco y complicado de traducir.
La orquesta, bajo los soportales que daban a la sala de espectáculos, tocaba impertérrita unos compases del conocido "¡todos los patitos, se fueron a nadar...!" . El barco seguía escorándose, esta vez a estribor, y los rezagados que todavía tomaban sus copas y sus aperitivos salados en la terraza de proa, se vieron impelidos a arrojarse al mar cuando sus platitos de avellanas y almendras fileteadas salieron despedidos de sus manos, aunque no consiguieron regresar más que con unos grandes trozos de hielo, que aprovecharon para echárselo a los whiskis. Una explosión en la sala de máquinas mandó por los aires a cinco fontaneros, cuatro tapas de water y ocho placas de ducha con sus correspondientes alfombrillas antideslizantes. Mi esposa me apretó el brazo:
-- ¿Moriremos, Jesús? -quiso saber.
-- Quizás, amor, quizás -la animé-. Pero sólo ahogados.
-- ¡Oh! ¿Y nuestros hijos? ¡Nuestros hijos, Jesús...!
-- Aún no tenemos ninguno, cariño. No te preocupes por ellos ahora.
"¡Las mujeres y los niños, primero! ¡Las mujeres y los niños, primero!", nos recordaba por el micrófono el contrabajo de la orquesta, mientras hacía un solo de cuerda y atacaba ahora los célebres compases del mambo de "se va el caimán, se va el caimán..."
Los botes salvavidas, finalmente, fueron cayendo al mar... pero muy tontamente, por la parte del iceberg, con lo que la mayoría se hizo añicos contra el hielo. El sobrecargo lanzaba bengalas de auxilio desde la torre de mando, aunque dejó de hacerlo cuando se le prendieron las cejas y la visera de la gorra le salió ardiendo. El barco pesquero que faenaba en la lejanía, nos devolvió el saludo alegremente, lanzando cohetes de navidad y fuegos de artificio de vivos colores, algunos petardos, varias tracas e incluso nos hizo ráfagas con la luz larga.
Logré asir a mi esposa de un brazo y a una caja de botellines con la otra mano, y saltamos a uno de los botes que permanecía intacto junto al barco. Fué en ese mismo instante cuando el transatlántico más poderoso del mundo se hundió por la proa y se colocó perpendicular en el agua, entre los desaforados gritos de terror del pasaje y los abucheos inmisericordes de la tripulación del barquito pesquero y el tío encalomado en el delfín hinchable.
Fueron instantes de un dramatismo espectacular, sólo débilmente amenizado por los sones que se iban perdiendo de la siempre admirable orquesta, que en ese momento empezaba a tocar a ritmo sosegado las notas entrañables de "quiero cruzar la bahíaa..."
No recuerdo otra cosa de aquélla nefasta noche.
Hoy, cien años después, no consigo enjuagarme la boca, después de almorzar, sin que aquella tragedia me vuelva a la memoria. Entonces, mi esposa me pone una bolsa de agua caliente en la cabeza (sin agua, no soporto el agua) y me lleva a la cama, donde duermo intentando olvidar. Murieron miles de pasajeros. Y de los que lograron sobrevivir, sólo dos lo habían conseguido porque no llegaron a embarcarse, porque el pasaje costaba un huevo y decidieron quedarse en tierra diciendo adios con bonitos pañuelos de colores. Siempre recordaré con admiración la entereza que en todo momento mantuvo mi esposa, que, aunque llorosa y aterrada, sólo perdió los nervios hasta descolgársele la mandíbula dos días más tarde, cuando buscando su barra de labios en el neceser se topó con una docena de arenques podridos.
¡Un iceberg...! Ya sabéis lo que es eso, como uno de esos carámbanos de hielo que nos cuelgan en el congelador de casa cuando no descongelamos el frigorífico cada seis meses. "¡He jodido el barco, Jesús! ¡He jodido el barco!" Intenté tranquilizarlo, mientras cerraba la cremallera del neceser y volvía a colocar la barra de la cortina en su sitio: "No será para tanto, amigo. Sube los brazos y respira hondo expulsando el aire por la nariz, a la vez que dices Omm".
En ese momento, el barco se escoró a babor y la barra de la cortina se desprendió de sus soportes, dándole a mi esposa en la frente, despertándola y sacándola con un bote de la cama. Se oyeron gritos y lamentos lejanos, el pitido de una olla exprés y el pitido de la sirena del buque, que atronó la noche. Salimos al pasillo. La multitud corría alocada de un lado para otro, unos vestidos con sólo el pijama, otros con bolitas de espuma de afeitar en las orejas o las axilas, algunos otros, los que habían acudido a la fiesta de disfraces de la cubierta seis, ataviados con coloridos trajes de arlequines, bailarinas húngaras, gladiadores o momias egipcias. El servicio de mantenimiento se abría paso portando sus cajas azules de herramientas y sus rulos de pintura, los fontaneros avanzaban a empellones, portando sus soldadores con sus bombonas de gas, sus metros plegables prendidos en las orejas, gritando órdenes desesperadas mientras corrían: ¡abrazaderas del 14!, ¡cinta americana!, ¡un bote de masilla!, ¡arandelas del 15!, ¡zapatas cónicas...! Todo era griterío y confusión. En la cubierta exterior, las luces chispeaban, los cables chisporroteaban, y gracias a que era una noche estrellada podíase distinguir con cierta preclariedad el pandemoniun en que andábamos sumidos. Gente que se dejaba llevar por el pánico, esposas que abrazaban a sus maridos, maridos que aprovechaban la confusión para empujar a sus suegras por la borda, niños chapoteando alegres en los charcos que se iban formando por doquier. A lo lejos, en la negra lejanía del mar, se distinguía un barco pesquero que faenaba y a un tipo que nadaba encalomado en un delfín hinchable, pero estaban demasiado lejos, demasiado lejos. Empezaron a arriarse los botes salvavidas, mas de los cincuenta con que contaba el gigantesco transatlántico, la mitad eran solamente dibujos muy realistas hechos para dar empaque a las fachadas del buque; y de la otra mitad, sólo dos traían las intrucciones pero en japonés, en un japonés muy tosco y complicado de traducir.
La orquesta, bajo los soportales que daban a la sala de espectáculos, tocaba impertérrita unos compases del conocido "¡todos los patitos, se fueron a nadar...!" . El barco seguía escorándose, esta vez a estribor, y los rezagados que todavía tomaban sus copas y sus aperitivos salados en la terraza de proa, se vieron impelidos a arrojarse al mar cuando sus platitos de avellanas y almendras fileteadas salieron despedidos de sus manos, aunque no consiguieron regresar más que con unos grandes trozos de hielo, que aprovecharon para echárselo a los whiskis. Una explosión en la sala de máquinas mandó por los aires a cinco fontaneros, cuatro tapas de water y ocho placas de ducha con sus correspondientes alfombrillas antideslizantes. Mi esposa me apretó el brazo:
-- ¿Moriremos, Jesús? -quiso saber.
-- Quizás, amor, quizás -la animé-. Pero sólo ahogados.
-- ¡Oh! ¿Y nuestros hijos? ¡Nuestros hijos, Jesús...!
-- Aún no tenemos ninguno, cariño. No te preocupes por ellos ahora.
"¡Las mujeres y los niños, primero! ¡Las mujeres y los niños, primero!", nos recordaba por el micrófono el contrabajo de la orquesta, mientras hacía un solo de cuerda y atacaba ahora los célebres compases del mambo de "se va el caimán, se va el caimán..."
Los botes salvavidas, finalmente, fueron cayendo al mar... pero muy tontamente, por la parte del iceberg, con lo que la mayoría se hizo añicos contra el hielo. El sobrecargo lanzaba bengalas de auxilio desde la torre de mando, aunque dejó de hacerlo cuando se le prendieron las cejas y la visera de la gorra le salió ardiendo. El barco pesquero que faenaba en la lejanía, nos devolvió el saludo alegremente, lanzando cohetes de navidad y fuegos de artificio de vivos colores, algunos petardos, varias tracas e incluso nos hizo ráfagas con la luz larga.
Logré asir a mi esposa de un brazo y a una caja de botellines con la otra mano, y saltamos a uno de los botes que permanecía intacto junto al barco. Fué en ese mismo instante cuando el transatlántico más poderoso del mundo se hundió por la proa y se colocó perpendicular en el agua, entre los desaforados gritos de terror del pasaje y los abucheos inmisericordes de la tripulación del barquito pesquero y el tío encalomado en el delfín hinchable.
Fueron instantes de un dramatismo espectacular, sólo débilmente amenizado por los sones que se iban perdiendo de la siempre admirable orquesta, que en ese momento empezaba a tocar a ritmo sosegado las notas entrañables de "quiero cruzar la bahíaa..."
No recuerdo otra cosa de aquélla nefasta noche.
Hoy, cien años después, no consigo enjuagarme la boca, después de almorzar, sin que aquella tragedia me vuelva a la memoria. Entonces, mi esposa me pone una bolsa de agua caliente en la cabeza (sin agua, no soporto el agua) y me lleva a la cama, donde duermo intentando olvidar. Murieron miles de pasajeros. Y de los que lograron sobrevivir, sólo dos lo habían conseguido porque no llegaron a embarcarse, porque el pasaje costaba un huevo y decidieron quedarse en tierra diciendo adios con bonitos pañuelos de colores. Siempre recordaré con admiración la entereza que en todo momento mantuvo mi esposa, que, aunque llorosa y aterrada, sólo perdió los nervios hasta descolgársele la mandíbula dos días más tarde, cuando buscando su barra de labios en el neceser se topó con una docena de arenques podridos.
Me gusta tu blog y me alegra ver lo ilusionado que andas con el.
ResponderEliminarAnimo ¡ Gezú !
������
Gracias, la verdad es que me lo paso bomba haciéndolo, a veces cuando imagino una situación y a veces cuando la voy haciendo realidad sobre el papel. Porque eso sí, sigo escribiendo primero en el bloc y después en el teclado. Manías que me dan seguridad, digo yo, aunque la mayoría de las veces lo que sale en la pantalla se parece poco a lo que había en el papel, y lo que había en el papel, en recíproca correspondencia, poco o nada a lo que pasó por mi imaginación. Qué cosas.
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