Ayer probé los primeros caracoles. Riquísimos. Picaban tanto que todavía no he conseguido cerrar la boca sin que me humeen las orejas. Aprovecho ahora incluso, mientras escribo, para darle al PAUSE con la lengua. Una maravilla, señor. Gloria bendita. Una tarrina de a kilo, así a bote pronto, si no la acompañas de suficiente cerveza puede perfectamente dejarte el hígado con más boquetes que un goffrey de la calle del Infierno. Pero sientan divino, palabra. Con el vaho de dos eructos y un trapito, he limpiado todas las cristaleras de la terraza, la vitrina de la salita y la pantalla del ordenador. Ésta última no la limpiaba desde que lo compré hace unos cuatro años; y me ha resultado grato descubrir que doce de los simbolitos de la barra de tareas del explorador, no eran más que restos de salchichón y queso de alguna merienda tiempo ha olvidada. La lengua, eso sí, la tengo hinchada como un choricillo al infierno, apenas si puedo meterla entera en la boca y me resulta muy complicado decir "poliplasto" sin que cuantos me rodean se tronchen de la risa. Pero merece la pena, os lo juro.
¡Divinos caracoles! Debieran alimentaros con cucharadas de trangénicos, de esos que dan a las vacas para que engorden como cachalotes. ¡Ay, caracoles... !
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