domingo, 27 de mayo de 2012

-- Al Leroy. O por un puñado de espiches.

    Llevaba razón mi esposa, como casi siempre. Ya hace un año que la niña hizo su primera comunión, Jesús, ¡¿todavía no has tenido tiempo, hijo, de colgar el retrato en el salón?! ¡¿Necesitas pedir una excedencia en el trabajo para hacerlo?!
    El retrato en cuestión es una fotografía de estudio de unas dimensiones ciertamente aceptables, donde la niña envuelta en gasas blancas muestra una sonrisa angelical que solamente le he visto cuando duerme profundamente o segundos antes de entregarme un examen de inglés con un cero en rojo superpuesto en el margen superior derecho. Total, que uno es un hombre de acción y decidí prontamente satisfacer los deseos de mi esposa. Colgaría el cuadro esa misma mañana. Saqué de bajo la cama la caja de lata de las herramientas y ¡voila!, ni espiches ni cáncamos. Tampoco brocas. Era sábado y mi ferretero personal cierra los sábados, conque puse rumbo al Leroy Merlin, lo tengo cerca. Mi mujer me acompañó.
-- Nada de pasarte horas mirando muebles y cortinas -le advertí-. Espiche, cáncamo y broca; y vuelta a casita.
    Es un incordio que las grandes superficies nos traten a los meros ciudadanos de a pie como a mayoristas en potencia, por lo que para comprar un vulgar espiche debes adquirir una caja de cien, las alcayatas te vienen en cajas de 150 y las brocas... Brocas sí, las brocas las venden sueltas. No obstante, visto el precio que tiene una sola broca y comparado con el que tiene un estuche con cuarenta brocas surtidas que incluye variedades específicas para cemento, hormigón, madera y metales nobles, no es un vanal derroche el adquirir éste último, que es lo que yo hice. Más adelante, y por sólo 40 euros más, el mismo estuche de brocas venía incorporado en un set de "el manitas en casa" que comprendía un trompo de dos velocidades, una sierra de calar, una amoladora, una lijadora y una pequeña aspiradora de arenilla o serrín. Decidí finalmente que el set de "el manitas" era lo que me convenía, vista la relación cantidad-precio, y me volví satisfecho para mostrarle a mi santa esposa cómo debe de comprarse en las grandes superficies, cuando me percaté de que no estaba a mi vera. Suele pasar. Las mujeres se aburren en la sección de herramientas y aprovechan para curiosear por otros derroteros. Fuí en su busca -seguramente la sección de menage o cortinas- cargado con mi set de reformador y mantenimiento casero, mi cajita de espiches y mi paquetito de alcayatas.
    En la sección de carpintería deambulo un rato entre paneles, tablones y maderos de variadas hechuras. Un chaval con un mono gris del Leroy hace una exhibición de manualidades aptas para un coeficiente intelectual veinte puntos por debajo del mío, valiéndose únicamente de una sierra de calar y una caja de ingletes. Pienso mientras lo observo que el retrato de la niña que vamos a colgar en casa, tiene a mi entender un marco demasiado recargado que ya no se estila más que en catedrales góticas del norte de España o en el salón de té de la duquesa de Alba; y al fin y al cabo, ahora tengo en mi poder un maletín que contiene una sierra de calar como la que está utilizando ese zangón del mono gris. ¡Ojo! Que uno presuma de ciertas inquietudes intelectuales no significa que no posea la capacidad de inventiva ni la maña doméstica necesarias para crear de la nada un marco de diseño modernista para un retrato de comunión, conque me hago con una caja de ingletes que se vende de oferta junto con seis botes de cola blanca de carpintero, husmeo entre la infinita variedad de maderámenes y me proveo al cabo de dos listones de madera de pino de  siete centímetros de ancho por dos metros y medio de largo, que me encalomo debajo del brazo, como si fuera un moderno quijote de grandes superficies...  Claro que  entiendo que manufacturar un marco para un retrato y dejarlo después en su basto color de bruto pino es hacer un trabajo a medias y yo soy hombre de los que se precia de nunca dejar nada a medias, conque compro también un bote de tapaporos, una lata de barniz, un juego de brochas y pinceles y un rulo diminuto con su diminuta cubeta, amén de una garrafa de aguarrás y un par de guantes de pintor. A estas alturas, no tengo más remedio que salir a buscar un carro, lo que hago con presteza.
     Es suficiente. Es una compra inteligente la que he hecho y me tendrá ocupado toda la mañana en casa. 
     Dirigiendo mis pasos, sin embargo, hacia la sección de menage por donde debe de curiosear aburrida mi santa  esposa, me topo de frente con la zona de fontanería y hago un poco de tiempo fisgoneando por aquí y por allá.  Cuando me canso,  paso de largo no sin antes echar en el carro dos grifos monomandos, un telefonillo para la ducha con tres posiciones para personalizar la  amplitud  del chorro, una tubería de PVC de un metro, un tubo de cobre de tres, un soldador de gas profesional y un detector digital de corrientes subterráneas de agua. Tiro del carro como un beduino por un zoco de Marraquetch. Cuando encuentro a mi santa esposa, luce en su semblante una encantadora sonrisa de satisfacción que, sin saber por qué, me atemoriza un tanto. Sin decir palabra, mete en el carro dos taburetes para el baño, un kit de quince perchas de colores, un anaquel para los botes de las especias y dos sartenes antiadherentes en las que sólo se pega la etiqueta del precio. Me besa en la mejilla y vuelve a desaparecer, sibilinamente, con una seguridad que me escama, antes de que pueda decirle nada.
     Giro el carro y me dirijo a la sección de electricidad, donde dispuesto, por vez primera en mi vida, a contribuir al ahorro energético del país, me hago con media docena de bombillas de bajo coste, para sustituir las clásicas de 60 vatios de la lamparita del salón. Claro que la lámpara del salón sólo funciona con cuatro bombillas, con lo que me sobran dos. Así pues,  la lámpara de seis tulipas y ventilador de cinco aspas incluido que adquiero a continuación apenas si entra en el carro, por lo que tengo que sacar uno de los taburetes y llevarlo bajo un brazo. También compro una linterna modelo industrial, con un botoncito que lanza ráfagas de SOS y otro que puede emitir destellos en morse si te quedas perdido cualquier tarde en medio del océano. Y un atornillador eléctrico, dos cajas de empalme, seis rollos de cinta aislante, tornillos de distinto paso, tuercas, abrazaderas, un juego de llaves Allen, bisagras, cojinetes, condensadores y mordazas. Y un martillo de zapatero que está de oferta. Miro a mi alrededor, un poco jadeante y con la vista un tanto nublada.
    Un electricista que se precie no cambia una lámpara subiéndose a una silla, cualquiera lo sabe, yo nunca lo he visto. Hay una gran variedad de escaleras de aluminio en el Leroy Merlín, desde las que tienen  un solo peldaño hasta las plegables de doce. La de cinco creo que es de mi talla. Me subo con la facilidad que da un físico agilizado como el mío y es, comprobando in situ la idoneidad de su altura, cuando distingo en el horizonte, tres calles más abajo, a mi mujer gateando de rodillas por el suelo de la seccion de cortinajes, extendiendo y midiendo con un metro de costura que se ha debido traer de casa unas alfombras de estilo persa. Siento por vez primera que quizás estemos perdiendo parte de nuestro siempre ejemplar autodominio adquisitivo. Coloco la escalera transversalmente sobre el carro y lo arrastro con denodado esfuerzo, como un mercader medieval camino de la feria de la aldea más cercana. Mi entereza emocional no debe andar ciertamente muy afinada hoy, lo noto en mi caminar zancudo, en mis ojos que giran desorbitados en las cuencas como los de un camaleón en busca de un insecto, atisbando por entre estantes y expositores a la caza de ignoro el qué. Percibo cómo un hilillo de saliva se me derrama y cuaja por un extremo de la boca, y un padre que me ve avanzar agarra a su hijo del bracito y lo aparta de mi camino, comentándole algo desagradable sobre los daños estructurales en la corteza cerebral de ciertos individuos. En la sección de papeles pintados, aprovecho para rellenar huecos en el carro con multitud de cenefas adhesivas de variados colores y motivos, dos bolsas de a kilo de cola de empapelar y un rulo antigoteo de lana virgen de oveja merina.
    Avanzo ahora con cierta inconsciencia, dando saltos por los pasillos; y jadeo convulsivamente con un estertor que asusta.
    Logro reencontrarme con mi mujer en la zona de albañilería, donde la hallo subida a un palet de ladrillos e intentando alcanzar unas molduras de escayola que, según me explica, quedarán divinas en el comedor. ¡Sí, sí, síii...!, grito, espantando a dos señores y a una reponedora de artículos, que me miran con indisimulada compasión, y me abalanzo dando gruñidos al expositor de azulejos para baños y cocinas, donde relleno un cómodo formulario y hago un pedido de losetas que me traerá a las mismas puertas de casa un camión del Leroy Merlín esta misma tarde. Consigo rescatar a mi esposa de las profundidades de un cajón repleto de infinitos modelos de picaportes para  puertas, terminamos de compactar el carro con algunos cojines para el sofá y un par de espumosas almohadas de pluma de pato amazónico y nos encaminamos en un estado de enajenación transitoria hacia la caja más cercana, donde un empleado de seguridad nos observa con disimulo mientras habla en voz baja por el walkye talkye. En la caja, mi mujer y yo nos miramos por primera vez a los ojos, con cierta culpabilidad pintada en nuestras pupilas. Por unos momentos, pienso que no nos reconocemos, ¿quiénes somos?, ¿qué hacemos aquí?, ¿quién nos ha atiborrado el carro?
    Cogemos algunos paquetes de pilas de diferente voltaje, unas cajas de chicle sin azúcar, algunos llaveros regionales y dos cajas de tiritas. Pagamos religiosamente y nos vamos.
    Para cuando volvemos a casa, ya es demasiado tarde para colgar el cuadro.
    Quizás mañana, antes de que llegue el camión de los azulejos.
  

6 comentarios:

  1. Menuda odisea ÑAO.
    No se sabe porque, pero terminamos cogiendo de todo.

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  2. sí, que levante un dedo quien no ha ido a por una latita de barniz para dar una mano a las puertas y no ha salido con dos cubas de pintura plástica para acabar de rematar las paredes de la vivienda entera, jaja

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  3. Levanto orgulloso mi dedo y además lo hago girar de manera espasmádica para que se vea. Sí voy a comprar un destornillador, salgo con un destornillador, a lo sumo con ninguno y si voy a comprar una alcayata, salgo siempre sin ninguna y se la pido al vecino, que deber ser de los tuyos, porque tiene de todo. Es más, la alcayata y el destornillador lo termina usando el vecino porque yo desde la más tierna infancia me declaré objetor de trabajos manuales, excepción (honrosa) hecha de aquellos que tú pícaramente estás pensando.

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    1. Jajaja! Yo compro de todo, pero lamentablemente hago escaso uso de ello. Algún agujero para un cuadro, algún brochazo intempestivo a una puerta, un par de aprietes de tornillos flojos y a veces, la llave inglesa, la uso en invierno para partir nueces. Y la rottaflex, es muy buena para trocear el turrón de Alicante.
      Un fuerte abrazo.

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  4. Y yo que pensaba que la entrada iba sobre Leroy, el malogrado bailarín de "Fama", aquella serie musical que ponían en televisión los domingos por la tarde cuando éramos más jóvenes y prometedores. Aunque reconozco que lo de los espiches me tenía desorientado ("¿espiche? ¿qué diantres es un espiche?"). Luego he descubierto con tristeza algo que siempre había intuido: que mi cultura bricolagera está bajo mínimos. Pero me lo he pasado en grande leyendo tu odisea. Y eso sí que vale.
    Un fuerte abrazo.

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    1. Jaja, el Leroy de fama, el de las piruetas. Pues menos mal que no he puesto el nombre completo del centro comercial, Leroy Merlin, porque entonces seguro que pensabas que el artículo iba sobre los caballeros de la mesa redonda, el Rey Arturo y demás.
      Un placer verte por estos primeros artículos, compañero, y un halago que hayas disfrutado y que te haya arrancado una sonrisa.
      Un abrazo. Y gracias.

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