domingo, 3 de junio de 2012

-- Juegos de mesa.

    Tomamos asiento alrededor de la mesa, pero bastante apartaditos unos de otros, ¿sabe?, con idea de que no nos salpicara la sangre. Que hubo, por cierto, diversidad de opiniones en este tema, porque según Eduardo la sangre no salpica cuando se dispara a bocajarro en una cabeza, y según el resto: ¡no ni ná, Edu, lo enterao que andarás tú! Lo que le pasaba a Eduardo es que había visto muchas películas del oeste, de esas que
un balazo no es más que un punto negro en la frente del fiambre de turno; pero nosotros, el resto, por lo general nos tragábamos el telediario todos los mediodías, almorzando, y esto nos daba entendimiento para defender rotundamente la teoría del salpicón, el cuajarón y el pringocheo sanguinolento que una sesera reventada es capaz de proyectar a su alrededor... ¿La pistola? Ni puta idea. Qué sé yo de modelos ni calibres; le puedo decir que era grande, eso sí, y negra, muy bonita. Pesaba un huevo, señor.
    Eduardo fué el primero que la tomó. No, no habíamos estipulado turnos. La pistola estaba en el centro de la mesa y cualquiera que lo deseara podía ser el primero, en este caso Eduardo. La tomó y se llevó con tranquilidad el agujero del cañón a una sién, la derecha creo. De repente sonó el estampido y Eduardo botó en la silla y se derrumbó hacia atrás cayendo en el suelo como un saco viejo, con un estruendo todo de silla que se vuelca, mesa que se arrastra y cuerpo que golpea violentamente que fué una prolongación del disparo y nos asustó a todos.Yo creo que todos pensábamos que el gatillo sería igual que esos de las pistolas de juguete, usted me entiende, que tienen un tope a mitad del recorrido donde es menester hacer más fuerza con el dedo. Pero no, por lo visto en las de verdad no es así.
-- ¿Que no habría salpicones, listo? -gimoteó Francisco, cabreado, pasándose una manga de la chaqueta por la frente y la barbilla, mientras contemplaba con ira y asco la cabeza destrozada de Eduardo.
    Francisco fué el siguiente. Se agachó y arrancó la pistola de los dedos blancos y atenazados de Eduardo. Se sentó. Tenía manchas rojas en la cara y en la frente. Tomó aire y se llevó el cañón detrás de la oreja. ¡Coño!, gritó, ¡la hostia...!, se quejó frotándose la oreja y el cuello, ¡esto quema! Sacudió la pistola, sopló en el agujero del cañón, se volvió a frotar el cuello antes de decidirse y se metió el tiro en la porción de piel antes quemada. Esta vez, el estampido no nos asustó. Francisco cayó también hacia atrás, con más rotundidad, como un árbol viejo talado por el pié: retumbó el suelo, vibró la mesa, la testa de Francisco empezó a perder sangre aceleradamente, como una bota de vino agujereada. La bala, como a Eduardo, se le debió quedar por ahí dentro. Al que sí le salió la bala por el otro lado fué a Gonzalo. Gonzalo, tras el disparo, quedó sentado en su silla con la cabeza grotescamente descolgada sobre el respaldo. Tenía un orificio asqueroso y chapucero en la sién donde enfiló el cañón, y otro diminuto y limpio en el lugar por donde le salió la bala que le cuarteó el caletre. Sentado se quedó, ya digo, y Helías le dio un empujón en un hombro para que cayera al suelo, porque decía que le daba como un repelús de verlo así sentado.
    Helías fué el siguiente. Helías tomó la pistola con dos dedos. Helías es delicado como una muñequita de cristal. Helías desprendía vapores de agua de colonia y efluvios de champuces para bebés. Helías limpia y relimpia el cañón de la pistola antes de metérselo en la boca, casi glotonamente, soñando o imaginando que se mete otras chucherías más placenteras. Así, bizqueando, con la cara de un tonto que se atraganta con un polo de nieve, nos mira Helías de reojo y suda y bizquea y sonríe y parpadea y a mí me entra la risa y la contengo y se me calma cuando suena el disparo y la bala le revienta la boca y le sale por el cogote y se va a incrustrar en una viga del techo mientras que Helías da un salto en la silla y rebota sobre la silla y se cae de la silla como un muñeco de trapos con un grandísimo estruendo y poniéndolo todo perdido de sangre y trozos de piel y de dientes y de sesos y de cuero cabelludo pringocheado, coño con el Helías, la leche con el Helías, andando con la mosquita muerta que ha hecho más ruído muriendo que el que jamás quisiera hacer en toda su puñetera vida...
    Ahora quedamos Ignacio y yo. Como sin pretenderlo hemos ido participando siguiendo metódicamente la derecha de cada cual, como si jugáramos al Risk o a la Oca, me dispongo a levantarme y coger la pistola del suelo. Ignacio, no obstante, se me adelanta y me pregunta si no me importa que le ceda el turno. Me encojo de hombros. Qué me va a importar, Ignacio. Ignacio no espera siquiera que el cañón se enfríe. Se lo apoya en la frente. Fija los ojos en un punto indeterminado por encima de mi hombro, acciona el gatillo y la bala lo traspasa limpiamente, diría que con delicadeza. De hecho, fíjese, el tío ni se inmuta, se queda inmóvil como cinco eternos segundos y no sangra hasta que no da, cuando su cuerpo se vence adelante como en cámara lenta, con la frente en el borde de la mesa. Ahí se queda, clavado y con los párpados abiertos, la pistola colgando de un índice todavía curvado, en una mano todavía engarfiada, de un brazo que pende perpendicular al suelo y se balancea como un trozo de cuerda mojada.
    No tengo que levantarme para tomar la pistola.
    Ahora, señor, tranquilamente, si yo hubiese sido otro, fíjese, podía haber huído de allí, ¿no cree? Podía haberme ido. Mis cinco compañeros no estaban ya en condiciomes de reprocharme nada, como usted comprenderá... Mas no lo hice. No lo hice. Al fin y al cabo, ya estaba todo dicho. Yo soy un tipo legal. Tendré otros mil defectos, pero soy honrado y legal. Tocaba mi turno y las reglas del juego, aun sin testigos, deben siempre respetarse. Me llevé el cañón del arma al entrecejo, pero sin pegarlo a la piel, sosteniendo la pistola con las dos manos, el pulgar derecho sobre el gatillo. Miré hacia el techo y cerré los ojos, tragando saliva. Apreté con fuerzas y sonó el clic seco, quedo, el clic ajeno, humillante, tan inofensivo como bochornoso aunque no quedara nadie para recriminarlo.
    Dejé la pistola encima de la mesa, me levanté, salté sobre el cuerpo de Eduardo y algunos charcos de sangre y abandoné la estancia en silencio: había perdido.
    Y yo le juro a usted, señor, que  fué la primera y la última vez en mi vida que he jugado a la ruleta rusa con una gente así de ignorante.

3 comentarios:

  1. Buen juego para nuestros políticos y banqueros.

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  2. Debo decir, en honor a la verdad, que la historia resulta previsible, pero que he disfrutado mucho de la narración. El humor negro, seguramente por la contraposición de las dos sensaciones, tiene ese regustillo agridulce tan placentero.

    Al margen: resulta un poco laborioso dejar comentarios. No obstante seguiré haciéndolo, sé por experiencia que es parte del alimento para seguir adelante.
    Un abrazo compañero.

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    Respuestas
    1. Agradezco siempre los comentarios, porque como bien dices -tiren adonde tiren- nos hacen saber que se nos lee, que conseguimos con unas líneas contagiar algo, sea lo que sea: comunicar, hacernos cómplices por momentos, pensemos de la manera que pensemos.
      Eso es grato y alimenta.
      Debo confesar, que cuando empiezo a escribir no tengo -salvo pocas excepciones- ni idea de en qué va a acabar la cosa. Pocas veces sé con certeza dónde podrá encuadrarse lo que escribo, hasta que no llego al punto y final. El Humor negro, como bien dices, es una contraposición de dos sensaciones ... yo lo llamaría, incluso, Humor histérico, porque no sabes nunca bien si curvar los labios hacia arriba o dejarlos caer hacia abajo.
      Humor negro gastaba Juan Belmonte, al que un día lo halagaron con un:
      -- Es usted un monstruo, maestro. Sólo le hace falta morir en la plaza.
      Y él, respondió:
      -- Se hará lo que se pueda, se hará lo que se pueda.
      Un muy cordial abrazo, compañero. Y nuevamente, vaya mi agradecimiento por cada uno de sus comentarios, siempre bien recibidos y siempre esclarecedores.

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