domingo, 20 de mayo de 2012

-- Un paseo por el centro.

  Te hice caso, compañero, y me he llevado a la niña al centro, a dar un paseo. A este centro de Sevilla que tú y yo tantas veces, hace años, nos pateábamos de oca a oca. Hemos cogido el autobús al lado de casa, como hacíamos tú y yo hace ya más de veinte años. Es una sensación muy distinta, sabes, ir con mi hija cogida de la mano. Supongo que también es una sensación distinta tener ahora canas, cruzar derechito por el paso de peatones y no darle patadas a las naranjas que pululan por las aceras. Total, te digo, que me he llevado a la chica al centro de esta Sevilla añeja que tanto pretende maquillarse a deshoras ignorando eso que dicen de que la arruga es bella. Lo primero que me ha extrañado ha sido el autobús mismo, te lo juro. Ni idea de que había que entrar por la puerta de delante, ni idea de que había que llevar el dinero suelto, ni idea de que al conductor no se le puede saludar porque va encerrado en una urna de metacrilato, como si fuera un rodaballo en el escaparate de Casa Robles. Ni te cuento, compañero, lo que el centro ha cambiado. ¿Tú te acuerdas del Nano, el que tocaba la guitarra en el barrio Santa Cruz, al lado del Tenorio? ¿El que cantaba por los chichos, por los calis o por los chunguitos? ¡Sí, ese! Pues ya no está. Ahora hay un ruso o un polaco o un rumano así como estreñido, embutido en un abrigo de a cuadros y calzando dos babuchones de felpa,  amasando con una cara llena de dientes los fuelles de un acordeón y tocando con cara de pena lo mismo un réquiem de Mozart que la más epiléptica de las danzas húngaras de Brahms. Nada que ver con el Nano, compañero. El Nano que tanta guasa tenía con las guiris. El Nano que tanta litrona compartió con nosotros. Total. Prosigo. Niña en mano he desembocado en el Patio de Banderas, allí donde tantas mañanas tú y yo nos ofrecíamos de guías gratuitos a guiris veinteañeras o madurillas despintantes (¿o despistadas?, jaja). En vez de guiris, me he topado con dos espuertas de cemento, un hoyo así de grande y cuatro albañiles del ayuntamiento empalmando tuberías de pvc. De los cuatro, uno de ellos fumaba mirando el hoyo. Los otros tres fumaban mirando al que miraba el hoyo. Esa manera de dar el tajo no ha variado mucho, es cierto. Por las márgenes de la Catedral y huroneando por la Plaza del Triunfo, ni rastro de Rosa, de Esperanza, de Soledad o de la Negra, las viejas matronas gitanas de los ramilletes de romero con las que ya teníamos confianza y departíamos tú y yo tantas mañanas de invierno o de otoño. Hay otras nuevas, igual de señeras y de las mismas hechuras briosas y contundentes, pero ninguna podía saber quién era yo, claro, el último tahur, el último truhán, el último pícaro redomado de una Sevilla a la que añoro. La niña quería subir a la Giralda y a la Giralda, compañero, que subimos. Gracias a Dios, mantiene la forma clásica de subir a ella, o sea, las rampas. No hay ascensores de cristal como en el Nervión Plaza, aún, y los estrechos pasillos por donde se asciende siguen sin alicatar y sin pantallitas de plasma donde pulsando sobre ellas nada te informe de que vas por la rampa número 19, te quedan 26 y has quemado 232 calorías. Al llegar arriba, la niña disfrutó con su limitada vista de la extensa vista que desde allí se despliega. Yo no disfruté mucho, la verdad, que los años y los tres paquetes de ducados diarios conformaron a mi alrededor una nube de puntitos brillantes y fugaces que temer me hicieron fuera a dar de bruces de un momento a otro allá abajo, sobre uno de los coches de caballos o encima de algún turista escandalizado. Me limité a coger aire y a soltar las consabidas frases de: "mira, por aquél lado vivimos nosotros", "mira, por aquél lado está Isla Mágica", "mira, por aquél otro se vá a Chipiona". La bajada se hizo más llevadera, aunque los puntitos refulgentes no dejaron de perseguirme hasta que hube de abonar cinco euros y cincuenta céntimos por dos cervezas y un cocacola ligh, en un bar cercano de cuyo nombre yo sí pienso acordarme... el resto de mi vida. Enfilamos después, mi niña y yo, cogidos de la mano, por Placentines... Me encanta pasear con ella, compañero. Me encanta apretar su mano y observarla caminar a mi vera, ya me llega al hombro; me encanta detenerme de súbito, cogerla por la barbilla y darle un beso, decirle que es lo más lindo del mundo y que de aquí a poco si seguimos paseando cogidos de la mano, ya no sabrá la gente si soy un viejo feo con una novia joven y guapa o si ella es una joven guapa y tonta con un novio feo y viejo, jaja, y ella se ríe y me dice que viejo lo seré algún día, pero que tonto lo soy ya, jaja... Visitamos la Iglesia del Salvador, nos sentamos en un poyete en el Patio de la Colegiata, ¿recuerdas?; la de veces que tú yo nos sentábamos allí, con un cigarrillo en una mano y un boli entre los dedos, escribiéndole a la vida poemas sin rima, desafiando con nuestra juventud fachendosa a lo que la existencia o el mismísimo dios pudiera tenernos deparado para ese futuro tan ajeno y lejano que tanto tardaría en llegar... y que ya ha llegado. Cuántos recuerdos, compañero, cuántas sensaciones distintas me alientan el alma cuando paseo por el centro... El almuerzo me descolocó. Nada de tapitas en los soportales del Salvador o en cualquier garito añejo de la Alfalfa, por ejemplo. No. La niña quería Macdonals y al Macdonals que arribamos. Es duro ser padre. Es duro almorzar en un Macdonals. Un chaval con un pearcing en el labio que le impide dar correctamente las buenas tardes, nos toma nota del pedido tecleando en un ordenador, sin mirarnos siquiera a la cara, exactamente igual que un operario de la ITV. A los dos minutos, nos endiña una bandeja repleta de paquetitos y cajitas, dos bebidas en vasos de plástico esterilizados, dos pajitas antisépticas (¿tú eres tonto, chiquillo?, me dan ganas de preguntarle, ¿tú me ves con cara de tomarme una cerveza con una pajita?), tres servilletas de papel, 23 sobrecitos de mostaza, 14 de ketchup y unos 37 de salsa tártara. Y el ticket (antiinflamatorio) de la cuenta: 18 euros (¿tú eres tonto, chiquillo?, me dan ganas de preguntarle, ¿18 euros por un almuerzo para los pin y pon? ¡eso no me lo dices en la calle, chaval!). Con la niña de una mano y la bandeja a las volandas en la otra, sorteo a las 215 familias que disfrutan de su almuerzo macdoniano y trepo a la primera planta, donde no hay mesa libre. En la segunda planta y acojonados entre una pared, una ventana y una papelera del tamaño de un bocoy de 600 litros, nos sentamos a almorzar, en una especie de pupitre de primero de la EGB, donde tengo que estirar los pies hasta el pupitre de enfrente para no meterme las rodillas entre los ojos. Empezamos a abrir paquetitos como si fuera la mañana de reyes. En uno, un ramillete de patatas fritas deslavazadas que han debido de freirse con dos semanas de antelación. En el segundo, una hamburguesa del tamaño de un tumor de colon, de la que sobresale la lechuga, el tomate, el queso, la carne y la mostaza. Al primer mordisco, un troncho de lechuga sale disparado y le da en la cabeza a una criatura que come tres mesas más allá. En otro paquetito, seis naggers de pollo y en otro cuatro alitas de pollo, o en este caso de pollito recién nacido o de pollito de colores de esos que vendían antiguamente por las calles a cinco duros. Con semejantes alitas, en todo caso, el pollo no hubiera volado en vida demasiado lejos. La niña disfruta y eso es lo importante, es lo que pienso mientras intento beberme la cerveza y hago cábalas sobre la identidad del gilipollas a quien se le ha ocurrido ponerle una tapadera al vaso de plástico. Terminado el suculento almuerzo, la niña -ducha ya en estos menesteres- me advierte que he de recoger yo la mesa, ponerlo todo en la bandejita que nos han proporcionado, verter ésta en el bocoy de 600 litros que tenemos al lado y devolverla a su sitio. ¡Y un carajo!, es lo primero que me viene a la boca, pero me contengo porque el niño al que le di con el troncho de lechuga en la cabeza está hablando con su padre y me señala a lo lejos. Conque obedezco a mi hija y me comporto como un ejemplar padre macdoniano de toda la vida, aunque elucubrando para mis adentros en lo tonto que nos hacen ser, clavándonos tantos euros por comer y haciéndoles nosotros el trabajo que daría empleo quizás a un par de chavales más. Así nos vá. Salimos del Macdonald, nos clavamos en el pecho dos cucuruchos de helado de La Raya y enfilamos para la Encarnación, donde algún loco paranoico ha debido de atracar alguna nave del Leroy Merlin y ha montado allí -seguramente por la noche- una estructura de madera que me hace sentir, por unos instantes, figurante de alguna entrega que me he perdido de La Guerra de las Galaxias. Son las setas, papá, me explica la niña, seguramente preocupada cuando ve que respiro entrecortadamente y me tomo el pulso en la muñeca izquierda. Impresionante. Los puntitos refulgentes vuelven a perseguirme y temo por momentos vomitar naggers, alitas de pollo y tronchos de lechuga sobre el asfalto. Subimos a las setas, a ver qué remedio. Desde arriba, eso sí, la vista es hermosa y uno puede conseguir olvidarse de la mierda de madera a la que se ha subido. Con los hombros de mi niña estrechados con un brazo, besándola en la cabeza y señalando con un dedo el horizonte, miro a mi Sevilla desde estas alturas. Torres, tejados, campanas, espadañas, callejuelas, cruces, bóvedas... y allá a lo lejos, quizás, por el callejón del Agua, por la Judería, por el Patio de Banderas, por la Plaza del Triunfo, por el Salvador, por la Alfalfa... Allá a lo lejos, quizás, dos chavales de diecisiete años que caminan asombrándose de todo, riéndose de todo, enarbolando por estandarte poemas sin rima que desafían a la existencia o al mismísimo dios, a ese futuro tan ajeno y tan lejano que los años pueda depararles... Allá a lo lejos, quizás, muy, muy lejos, compañero, dos chavales de diecisiete años pasean por el centro.

3 comentarios:

  1. Tan alta inspiración te impulsa, que no de parar ,terminaras con una legión de seguidores. Tus lectores y tus libros te esperan.
    No pares de disfrutar con lo que escribes y piensas. Y por supuesto nunca dejes de mirar en el corazón de aquellos jóvenes que nombras.
    Si necesitas un representante, recuerda que yo estoy dispuesto a ofrecerte mas cervezas que nadie y mas recuerdos que ninguno.
    Entre hombres no se suele decir, pero yo te quiero ÑAO.

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  2. me agrada ver que has reconocido fácilmente a esos dos chavales ´de diecisiete años que allá a lo lejos, se patean el centro cada mañana. Me agrada saber que, en el fondo de nuestros corazones, aquéllos dos chavales siguen andando por allí... Un Beso, nao.

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  3. Una vez más, entretenido y acertado.

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